No creo que haya Libre Albedrío. La conclusión me vino la primera vez en una especie de caldo primordial de conocimiento cuando tenía unos 13 años, y esa conclusión no ha hecho más que fortalecerse desde entonces. Lo que me preocupa es que a pesar del hecho de que esto es lo que creo sin dudarlo, hay veces en que es demasiado difícil sentirse como si no hubiese libre albedrío, creerlo, actuar de acuerdo a ello. Lo que verdaderamente me preocupa es que es demasiado difícil para prácticamente cualquiera actuar como si no hubiese libre albedrío. Y a veces esto puede tener consecuencias bastante malas.
Si eres neurocientífico, podrías ser capaz de pensar que existe libre albedrío si dedicas tu tiempo únicamente a pensar sobre, por ejemplo, la cinética de una enzima en el cerebro, o en la estructura de un canal iónico, o en alguna molécula que es transportada a través de un axón. Pero si en vez de eso dedicas tu tiempo a pensar qué tienen que ver el cerebro, las hormonas, los genes, la evolución, la niñez, el entorno fetal, etc., con la conducta, como hago yo, parece simplemente imposible creer que hay libre albedrío.
La evidencia es amplia y variada. Elevar los niveles de testosterona de alguien le hace más propenso a interpretar una cara emocionalmente ambigua como amenazante (y tal vez a actuar en consecuencia). Tener una mutación en un gen particular incrementa las probabilidades de que la mujer sea sexualmente desinhibida en la mediana edad. Pasar la vida fetal en un entorno prenatal particularmente estrenaste incrementa la probabilidad de comer en exceso de adultos. Desactivar temporalmente una región de la corteza prefrontal en una persona hace que actúe con más sangre fría y utilitaria cuando toma decisiones en un juego económico. Ser un familiar de primer grado, psiquiátricamente sano, de un esquizofrénico, aumenta las probabilidades de creer en cosas «metamágicas» como OVNIs, la percepción extrasensorial, o las interpretaciones literales de la Biblia. Tener una variante normal del gen del receptor de vasopresina hace que un tipo tenga relaciones románticas estables. La lista sigue y sigue (y solo por dejar claro algo que debería ser obvio a partir de este párrafo, pero que no se recalca con mucha frecuencia: la ausencia de libre albedrío no se parece ni remotamente a nada sobre el determinismo genético).
El concepto de libre albedrío requiere que uno suscriba la idea de que a pesar de ser un remolino de asquerosidad biológica y blandas partes cerebrales rellenas con genes, hormonas y neurotransmisores hay, sin embargo, un búnker subterráneo en un rincón apartado del cerebro, un centro de control que contiene un homúnculo que elige tu conducta. En ese punto de vista, el homúnculo podría estar hecho de nanochips, de tubos vacíos polvorientos, de papel de pergamino arrugado y viejo, de estalactitas de la voz amonestadora de tu madre o de vetas de azufre. Y, en esta visión de la conducta, sea lo que sea de lo que esté hecho el homúnculo, no está hecho de algo biológico. Pero no hay un homúnculo y no hay libre albedrío.
Esta es la única conclusión a la que puedo llegar. Pero aún así, es muy difícil creer eso, sentir eso. Estoy dispuesto a admitir que he actuado de forma ofensiva algunas veces a causa de esa limitación. Mi mujer y yo quedamos con un amigo para almorzar que sirve ensalada de frutas. Y proclamamos: guau, la piña está deliciosa. Están fuera de temporada, responde con suficiencia nuestro anfitrión, pero tuve suerte y logré encontrar un par buenas. Y en respuesta a esto, las caras de mi mujer y mía expresaban una admiración asombrada ?tú sí que sabes cómo elegir la fruta, tú eres mejor persona que nosotros?. Alabamos al anfitrión por esta muestra de libre albedrío, por la elección que hizo en la bifurcación del camino que es la Elección de las Piñas. Pero nos equivocamos. Los genes tienen algo que ver con los receptores olfativos que tiene nuestro anfitrión, que le ayudan a detectar la madurez. Quizá nuestro anfitrión proviene de una gente cuyos antiguos y profundos valores culturales incluyen aprender a detectar si una piña está bien. La pura suerte de la trayectoria socioeconómica de la vida de nuestro anfitrión ha proporcionado los recursos para merodear en un mercado orgánico con sobreprecio donde suena música folk ligera peruana.
Es muy difícil sentirse de verdad como si no hubiese libre albedrío, no caer en esta falsedad de aceptar que hay un sustrato biológico de posibilidades y limitaciones, pero que hay una separación homuncular en lo que esa persona ha hecho con ese sustrato ?»Bueno, no es culpa de la persona si la naturaleza le ha dado una cara que no es la más adorable, pero después de todo, ¿de quién es el cerebro que elige ponerse ese horrible pendiente en la nariz?»?
Esto trasciende a la mera charla sobre pendientes en la nariz y piñas. Como padre, estoy inmerso en la comunidad de padres neuróticos que tratan frenéticamente de poner a sus hijos en la dirección de la más perfecta adultez imaginable. Cuando hablamos sobre la escolarización de nuestros hijos, hay un cúmulo de maravillosa investigación de una colega mía, Carol Dweck, que siempre citamos. Resumiendo a lo bestia y simplificando, coge a un niño que acabe de hacer algo académicamente admirable, y alábalo diciendo, guau, es genial, debes de ser muy lista. De forma alternativa, en la misma circunstancia, alábalo diciendo, en su lugar, guau, es genial, debes de haber trabajado muy duro. Y decir que lo último es una ruta mejor para mejorar el rendimiento académico en el futuro ?no alabes los dones intelectuales innatos del niño; alaba el esfuerzo y la disciplina que eligen aplicar en la tarea.
Bien, ¿cuál es el problema de eso? Nada si esa investigación solo produce una prescripción sin carga moral: «‘Debes de haber trabajado muy duro’ es un enfoque más eficaz para mejorar el rendimiento académico que ‘Eres muy listo’.» Pero es incorrecta si estás acariciando al homúnculo en la cabeza, llegando a la conclusión de que un niño que ha logrado algo mediante el esfuerzo es un mejor y más loable productor de elecciones que un niño que se valga de la pura inteligencia. Esto se debe a que el libre albedrío se queda al margen cuando se considera la autodisciplina, la función ejecutiva, la regulación emocional y la postergación de la recompensa. Por ejemplo, los daños en la corteza frontal, la región del cerebro más estrechamente involucrada en esas funciones, hace que alguien sepa la diferencia entre el bien y el mal, y sin embargo no pueda controlar su conducta, incluso su conducta asesina. Las diferentes versiones de un subtipo de receptor de dopamina influyen en la tendencia de una persona a tomar riesgos y buscar sensaciones. Si alguien está infectado con el protozoo parásito Toxoplasma gondii, será propenso a ser ligeramente más impulsivo. Hay una clase de hormonas del estrés que puede atrofiar las neuronas en la corteza prefrontal; en los primeros años de escuela básica, un niño criado en condiciones de pobreza tiende a quedarse atrás en la maduración de la corteza prefrontal.
Quizá podamos llegar al punto de entender realmente que cuando decimos: «Qué pómulos tan bonitos tienes», estamos felicitando a la persona basándonos en la creencia tácita de que ha elegido la forma de sus arcos cigomáticos. Pero no es mayor problema si no podemos lograr ese estado mental. Pero sí lo es si, por ejemplo, al considerar a ese niño de seis años cuyo desarrollo frontocortical ha sido machacado por un temprano estrés vital, confundimos su desgraciado control de los impulsos con una falta de virtud moral. O hacer lo mismo en cualquier otro ámbito de las debilidades y los fracasos, incluso en las monstruosidades de la conducta humana. Esto es sumamente importante para el sistema de la justicia criminal. Y para cualquiera que diga que es deshumanizante afirmar que la conducta criminal es el producto final de una máquina biológica averiada, la respuesta debe ser que es infinitamente mejor que condenar la conducta como producto final de un alma podrida. Y de igual modo, tampoco está muy bien pensar en términos de alabanza, de buen carácter, de buena elección, cuando miramos a los productos finales de biología afortunada y beneficiosa.
Pero es muy difícil creer realmente que no hay libre albedrío, cuando hay tantos hilos de causalidad que no se conocen aún, o son tan intelectualmente inaccesibles como pensar automáticamente sobre las consecuencias en la conducta de todo lo que va de las presiones selectivas de la evolución de los homínidos hasta lo que ha tomado alguien para desayunar. Esta dificultad es algo sobre lo que deberíamos preocuparnos.
Publicado por Robert Sapolsky en Edge y en El Mundo por dentro y por fuera
Todo depende de lo que entendamos por «libre albedrío». Sapolsky parece concebirlo como una capacidad del alma inmaterial. Estoy de acuerdo con él en que ese tipo de libre albedrío no existe porque las almas inmateriales no existen.
Pero el libre albedrío también puede concebirse como la capacidad que tiene el cerebro humano de influir en su propia actividad. Se trataría pues de una capacidad material y por tanto no chocaría en absoluto con la cosmovisión científica.
Estoy totalmente de acuerdo con la opinión de Sapolsky. Cada vez son más los científicos que consideran que el libre albedrío es una pura ilusión cerebral. Y sus repercusiones sobre la responsabilidad moral y la justicia son evidentes. En la misma línea que el reciente libro de D. Eagleman, «Incógnito». Por cierto, absolutamente recomendable.
Un saludo.
Extraordinario post… ¡ah!, y no dejen de leer el libro de Eagleman, en efecto, como dice miquel.
¿Qué definición de «libre albedrío» maneja Eagleman en su libro?
Lo pregunto porque la expresión «libre albedrío» posee dos sentidos radicalmente distintos: el significado ‘animista’ (la libertad como una propiedad no material) y el significado ‘materialista’ (la libertad como una propiedad material de nuestro sistema nervioso central). Refutar la acepción animista del libre albedrío, como hace Sapolsky en su artículo, no tiene mucho mérito actualmente.
Muy interesante. ¿Se conoce porcentaje aproximado de neurocientíficos que «descreen» del libre albedrío a día de hoy? También sospecho que no son minoría, pero, por curiosidad, me gustaría confirmarlo.
«Que la neurociencia liquide el libre albedrío es cosa tan improbable como que la espectrografía de sonidos acabe con la inspiración musical» Fernando Savater
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/03/11/actualidad/1363027547_480427.html
nO todos los científicos «descreen» del libre albedrío. Es el caso de Adolf Tobeña que así lo expresó en unas jornadas de Tercera Cultura en Tarragona:
http://www.terceracultura.net/tc/?p=2581
Si no entendí mal al profesor Tobeña, dijo que teníamos grados de libertad para actuar, pero libertad total, no. Esa libertad total es lo que se entiende por libre albedrío.
Miquel, me temo que confundes el «libre albedrío» con algo que recuerda a la omnipotencia. Probablemente ese sea también el error de base de Sapolsky y de los demás científicos que se empeñan en negar el libre albedrío.
‘Libertad’ y ‘libre albedrío’ son sinónimos. Lo aclara Savater en el artículo que enlacé ayer: «En el terreno filosófico la libertad se llama libre albedrío»
¡Gracias! Francisco J. Rubia, en la misma línea:
http://www.tendencias21.net/neurociencias/Francisco-J-Rubia-en-TV3-El-yo-es-una-ficcion-cerebral_a25.html
La analogía con el homúnculo es un craso error. Hasta el azar con su implementación cuántica nos enseña la inexistencia del determinismo. En verdad, con el conocimiento actual tanto puede decirse que no hay libre albedrío, como que lo hay. Recomiendo mi Blog Simbiotica para la dilucidación de tan importante tema. Saludos:
Alejandro Álvarez
@Rawandi: «Pero el libre albedrío también puede concebirse como la capacidad que tiene el cerebro humano de influir en su propia actividad.»
Claro, el cerebro puede influir en su propia actividad, pero ¿acaso no lo hace bajo determinadas circunstancias? A mi me da la impresión de que Sapolsky sí lo ve también en el ámbito material, que lo que generalmente entendemos por libertad (o libre albedrío) depende de nuestra ignorancia de todos los aspectos de dichas circunstancias.
Un saludo!
A mi juicio Rawandi apunta en la buena dirección. No estoy de acuerdo en que sea el cerebro quien influya en su propia actividad. Así dicho seguimos presos el monismo grosero. Porque lo cierto es que el cerebro, como por otra parte cualquier órgano, es plástico. Ciertamente su plasticidad no está exenta de límites, pero tampoco está determinada a priori. Aceptar esto último sería como negar la posibilidad de la innovación. La clave, me parece a mi, es poner el foco en sujeto que opera y no en el cerebro. Porque un sujeto que opera necesariamente pone en juego multiplicidad de órganos y sentidos en transformar su mundo entorno introduciendo innovaciones constantemente. Estás transformaciones en modo alguno puede decirse que vengan determinadas ni genética ni neurológicamente. Son condiciones nuevas impuestas por los sujetos en sus cursos operatorios, es decir, a partir de otras transformaciones operatorias anteriores.