Prevenir el crimen en lugar de esperar a que sea cometido es algo atractivo. Se trata de identificar al tipo que cometerá el crimen, e intervenir. ¿Que podría resultar más razonable? Sin embargo, ¿cómo identificar a los malos incipientes? Los frenólogos pensaron una vez que los bultos en el cráneo eran una gran pista. La hipótesis se vino abajo porque su poder predictivo no iba más allá de cero. Tales ambiciones predictivas siguen totalmente vivas, sin embargo, aunque los métodos para su identificación han sido mejorados. Un consejo: No se molesten mirando al cráneo. Miren dentro de él. Al mismo cerebro. Y también a los genes que hacen el cerebro.
En el Wall Street Journal (Domingo/Sábado de Abril 27/28, 2013) el psiquiatra y neurocientífico Adrian Raine postula una firma del cerebro de la mente criminal. Lo que se sugiere es que existe un enlace entre niveles bajos de actividad en las regiones prefrontales del cerebro y la psicopatía. Un segundo resultado implica no ya a la actividad del cerebro sino a la estructura del cerebro: pretendidamente el amaño del striatum es mayor en los criminales, como media. Raine también afirma que la genética ha comenzado a “identificar qué genes específicos promueven el comportamiento criminal”.
Suenan las alarmas.
Hay dos partes en el punto de vista de Raine: genes y cerebros. Este blog se centrará en los genes criminales. La próxima entrega examinará de cerca las conclusiones del escaneo cerebral.
He aquí una estrategia sencilla: si encuentras asociaciones entre un gen y aquellos que son criminales, entonces has indentificado el “gen criminal”. Ahora todo lo que tenemos que hacer es cribar a la gente para ver si porta el gen. Los tipos que sean identificados podrían ser controlados o tratados con terapia preventiva. O mandados a Australia. Bueno, eso ya no. De cualquier forma, podría reducirse a través de la prevención. Fantástico.
Aunque la propuesta de “genes para” favorecida por los psicólogos evolucionistas hace tiempo que ha sido golpeada y apaleada por los genetistas, su mal olor proverbial perduda. He aquí la esencia del problema:
Que algunos rasgos son heredables es obviamente cierto. Dado que mis padres eran humanos, yo no soy un tejón, soy un humano. Más aún, tengo la altura de mi padre; él era alto y mi madre era pequeña. ¿Hay un “gen para” la altura? Bueno, los genes reales casi nunca juegan mediante normas sencillas de “genes para”. Parece que hay al menos cincuenta genes conocidos que desempeñan algún rol en la altura humana, e incluso entonces, estos cincuenta son sólo una parte de la historia. Sea lo que fuera lo que tomé de mi padre, no era un simple gen o dos que me hicieron alta. Es más probable que fueran un conjunto de genes que interactúan con otras redes de genes que interactúan con el ambiente y, de repente, terminé siendo alta. ¿Qué hay de las características conductuales? ¿He heredado la frugalidad de mis padres? Bueno, él era un escocés étnicamente frugal, los escoceses tienden a ser frugales, yo soy frugal, por lo que me inclino a creer que heredé un gen para la frugalidad.
Vayamos con cuidado. Puede que haya heredado una red de genes enlazados con la microestructura del cerebro enlazada a varios rasgos de personalidad y en consecuencia al comportamiento. Quizás no se trate de frugalidad como tal, sino tal vez algún rasgo más general como la aversión al riesgo que, en un contexto dado, puede llamarse frugalidad. Los estudios con gemelos, como apunta correctamente Raine, demuestran que los enlaces entre el genoma y el comportamiento en realidad existen. Rastrear esos enlaces para la causalidad, sin embargo, ha sido extraordinariamente dificultoso, incluso en animales simples y para conductas conservadas y controladas por el cerebro como los ciclos de sueño. El problema es que esa ruta de mi genoma a mi conducta se parece más a una ruta llena de zarzas y matorrales que a una senda clara y directa desde el gena la proteína y al cerebro y al comportamiento. No es imposible encontrar la ruta, pero requiere mucho cuidado.
El gen para la frugalidad es un follón. He aquí el por qué, en el género de la parábola:
Hace mucho tiempo, en los años noventa, se observó una conexión en moscas de la fruta y ratones entre un neuromodulador, la serotonina, y la agresión. Elevando experimentalmente los niveles de serotonina mediante el uso de drogas o técnicas genéticas se incrementa la agresión en la mosca de la fruta, y silenciando genéticamente los circuitos de serotonina la agresión decrece. Más aún, estos resultados son consistentes con experimentos con ratones, sugiriendo la conservación de mecanismos para la agresión a través de cambios evolutivos. Dados estos datos, podría predecirse que el gen que expresa la serotonina debería conocerse como “el gen de la agresión”, o incluso, si eres atrevido, como “el gen de la violencia criminal”. Esto causó una gran excitación en muchos genetistas. Pero los científicos desconfiados se preguntaron si podría ser así de simple. Y dos de estos desconfiados decidieron someter la idea a prueba. [2]
Los genetistas desconfiados Herman Dierick y Ralph Greenspan [3] criaron selectivamente moscas de la fruta agresivas. Tras 21 generaciones las moscas de la fruta macho eran 30 veces más agresivas que las moscas de tipo salvaje. Más tarde, compararon los perfiles en la expresión de los genes de las moscas agresivas con los de sus primos más dóciles empleando técnicas moleculares (análisis de micromatrices). Si la serotonina es la “molécula de la agresión” y el gen para la serotonina es “el gen de la agresión”, este experimento lo revelaría.
El sorprendente resultado fue que ningún único gen podía estar asociado significativamente con un aumento de la agresión. En su lugar, se encontraron pequeñas diferencias de expresión en alrededor de 80 genes diferentes. [4] ¿Para qué eran esos genes? Ninguno de estos genes regulaba la expresión de la serotonina. Se sabía que muchos de los genes cuya expresión había variado jugaban un papel en una mezcolanza de procesos fenotípicos, formación de cutícula, contracción muscular, metabolismo energético, unión de ARN, unión de ADN, desarrollo de un conjunto de estructuras incluyendo el citoesqueleto, así como muchos genes que tienen funciones desconocidas. Ningún único gen por sí mismo parecía suponer una gran diferencia en la conducta agresiva.
¿Cómo puede ser, dados los experimentos iniciales que mostraban que la elevación de los niveles de serotonina incrementan la agresión? El punto crucial es que la relación entre genes y estructuras del cerebro no refleja remótamente un modelo simple de “gen para”. Los genes son parte de redes, y hay interacciones entre elementos de la red y su ambiente. Esto supone un enorme desafío para psicólogos como Jonathan Haidt, que afirman que hay genes para izquierdistas y conservadores (no me lo estoy inventando), y qué decir del neurocientífico Adrian Raine, que enmarca este argumento, quizás con reacia simplicidad, en términos de genes que promueven el comportamiento criminal. Tengamos en cuenta que la serotonina es una molécula muy antigua. Es importante dentro de una abigarrada variedad de funciones cerebrales y corporales. La lista incluye sueño, humor, motilidad intestinal, respuestas al stress, inducción de músculos lisos en el pulmón durante el desarrollo embriológico, y regulación de respuestas agudas y crónicas a los niveles bajos de oxígeno (hipoxia). [5]
La razón de esta lista es dramatizar la diversidad de funciones de la serotonina, y en consecuencia manifestar lo flagrantemente inadecuada que es la etiqueta de gen para la agresión. Esta parábola ilustra por qué los estudios de asociación deben ser tomados con gran cautela. La diversidad de funciones de la serotonina ayuda a explicar cómo es que cambiando sus niveles es posible ocasionar efectos extensos sobre todo el cerebro y el cuerpo. Incluyendo cambios en el comportamiento agresivo. Estos cambios pueden provocar una cascada de efectos, que a su vez ejercen una influencia en el comportamiento agresivo.
La moraleja de la Parábola de la Agresión en las moscas de la fruta es que resulta fácil especular sobre un “gen para” la agresión basado en la mera observación de una conducta y quizás en una intervención tal como la alteración experimental del nivel de serotonina. Pero a menos que hagas los test adecuados, no tienes pistas de si tu especulación es sostenible.
Si la relación entre genes y agresión es tan complicada en las moscas de la fruta, ¿qué probabilidad hay de que el modelo sencillo de “gen para el comportamiento criminal” se aplique a los humanos? No es ni tan siquiera marginalmente probable. Esto no quiere decir que los genes no supongan ninguna diferencia en la conducta agresiva. Lo suponen totalmente, como muestran claramente la selección de resultados de Dierick y Greenspan. Pero la relación causal entre un gen y estructuras del cerebro implicadas en el comportamiento agresivo es una vasta y elaborada red de elementos interactivos. Más aún, algunas de estas estructuras del cerebro responden al sistema de recompensas, el cual modula la probabilidad de se de comportamiento agresivo hacia otros humanos en función de la sensibilidad a normas culturales. Finalmente, la conexión puede entenderse no como un enlace al comportamiento criminal como tal, sino como un rasgo más general, tal como la susceptibilidad a la impulsividad en contextos que implican miedo o rabio. Del mismo modo con la frugalidad.
Aún en modo escéptico, consideremos la afirmación concreta que hace Raine sobre el genoma humano, esto es, que los sujetos con una variante para el gen de la enzima monoamino oxidasa A (MAOA) son propensos a ser violentos, si sufren abusos durante la crianza. Las variantes producen niveles más bajo de la enzima MAOA. El enlace entre las variantes de MAOA y la violencia descansan en la investigación epidemiológica de Caspi, Moffitt y sus colegas (Science, 2002). Del nacimiento a la vida adulta rastrearon meticulosamente una población altamente homogénea de hombres de Nueva Zelanda. Los estudios de replicación, sin embargo, plantean complicaciones inevitables. Por ejemplo, el gen interactivo MAOA para el efecto de abuso podría ser específico de los caucasianos, e incluso no ser universal dentro de esa población. En este dominio, las conclusiones aún son provisionales, aunque los datos adicionales eventualmente podrían poner orden a las cosas.
Otros estudios sugieren que los abusos que incrementan el riesgo de violencia en las variantes de MAOA necesitan ser bastante específicos, por ejemplo, no sólo para el abuso parental sino para el abuso sexual. Adicionalmente, hace tiempo que se sabe que el abuso y el rechazo, cualesquiera que sean tus genes, son factores de riesgo para comportamientos malos posteriores. El abuso no es bueno para ningún cerebro en desarrollo. Puede que el riesgo relativo a variantes genéticas particulares sea mayor, incluyendo el gen MAOA pero sin restringirse a él.
No cabe duda que los datos sobre MAOA y el comportamiento son importantes y fascinantes. Pero no pretendamos que hemos hecho un drone cuando aún estamos clavando puntales en un parapente. Para decirlo amablemente, hay un largo trecho para concluir que la variante MAOA es un gen para el comportamiento criminal.
Es elogiable la ambición para identificar a aquellos que están en riesgo de cometer conductas criminales, porque la prevención en general es preferible a la cura, al menos en la medida en que la prevención no sea catastrófica ella misma. Con seguridad, la investigación en este área es a la vez difícil y muy importante. Sombrerazo para los que están intentándolo, pero pulgares hacia abajo para las conclusiones precipitadas y propensas al error.
Publicado en Psychology Today
Notas
1. Esta sección está adaptada a partir de mi libro, Braintrust: what Neuroscience Tells us About Morality (Princeton University Press 2011), pp. 97-101.\
2. Para una introducción científicamente potente pero fácil de leer, ver Jonathan Flint, Ralph J. Greenspan, and Kenneth S. Kendler. (2010). How Genes Influence Behavior. New York: Oxford University Press. Para otros artículos defendiendo un argumento similar, ver Risch, N., and Merikangas, K. (1996). The future of genetic studies of complex human diseases. Science 273, 516–1517; Colhoun, H. M., McKeigue, P. M., and Smith, G. D. (2003). Problems of reporting genetic associations with complex outcomes. Lancet 361, 865–872. Hattersley, A. T., and McCarthy, M. I. (2005). What makes a good genetic association study? Lancet 366, 1315–1323.
3. Herman A. Dierick and Ralph J. Greenspan, “Molecular Analysis of Flies Selected for Aggressive Behavior,” Nature Genetics 38, no. 9 (2006): 1023-31.
4. Esto no significa necesariamente que todos esos 80 genes estén relacionados con el fenotipo conductual en cuestión, dado que las diferencias en algunos genes pueden deberse a que algunos genes hayan sido sido recogidos como “autoestopistas” junto con aquellos que fueron seleccionados.
5. Dennis L. Murphy et al., “How the Serotonin Story Is Being Rewritten by New Gene-Based Discoveries Principally Related to Slc6a4, the Serotonin Transporter Gene, Which Functions to Influence All Cellular Serotonin Systems,” Neuropharmacology 55, no. 6 (2008): 932-60.
Patricia S. Churchland es autora del libro de próxima aparición Touching a Nerve: The Self as Brain, publicado por W.W. Norton