Por lo visto, una chimpancé del zoo de Sevilla llamada Gina está bastante interesada en el porno después de que sus cuidadores decidieran exponerla a una televisión con mando a distancia para “enriquecer” cognitivamente su espacio vital. Según el relato de Pablo Herreros en El Mundo:
Para animar las noches a Gina, los responsables decidieron instalar una televisión con TDT protegida tras un cristal y darle el mando a distancia para que ella misma eligiera el canal que ver. En los primeros ensayos, los cuidadores visitaban a Gina para controlar que todo estaba en orden y no rompía los nuevos juguetes. La sorpresa fue mayúscula cuando comprobaron que en pocos días, Gina no sólo manejaba el mando a distancia a la perfección, sino que también solía optar por el canal porno para entretenerse, como muchos de nosotros hubiéramos hecho.
Aunque no se trata más que de una evidencia casual, el caso de Gina es interesante para pensar sobre la extrema antigüedad de las bases evolutivas y cognitivas que hacen que nos interesemos demasiado por la pornografía.
Los psicólogos evolucionistas describen como hipótesis del “desajuste”, del “legado evolutivo” o de la “sabana” la idea de que aún mantenemos cerebros substancialmente similares a los cazadores y recolectores del Pleistoceno. Este desajuste entre nuestras adaptaciones ancestrales y los retos evolutivamente novedosos con los que nos enfrentamos en la época moderna ayuda a explicar la fascinación inherente de la pornografía. De acuerdo con Satoshi Kanazawa (The intelligence paradox. Why the intelligent choice isn’t always the smartest one. Pág. 28), nuestro cerebro moderno realmente no “comprende” las imágenes pornográficas debido a que “tales imágenes no existían en el ambiente ancestral” y a que “cada mujer desnuda y sexualmente receptiva que veían nuestros antecesores masculinos a lo largo de la historia evolutivamente humana era una pareja potencial”. Este malentendido evolutivo estaría en la base del «secuestro» que lleva a cabo la pornografía de nuestra atención y nuestro sistema de recompensa cerebral.
El caso de Gina no es el primero donde la pornografía intersecta con la ciencia animal. Otro caso conocido es el llamado “porno panda”, que se refiere al uso de imágenes pornográficas de pandas con el objetivo de estimular a los ejemplares de esa especie que viven en cautividad en algunos zoos asiáticos, si bien el éxito de esta práctica no ha podido ser corroborado fuera de China.
No sabemos mucho sobre la fascinación que ejerce la pornografía sobre nuestros parientes evolutivamente más cercanos, separados del linaje humano hace sólo entre 5 y 7 millones de años, así que sólo podemos hacer conjeturas razonables, pero el caso de Gina sugiere que las bases para nuestro desajuste evolutivo con la pornografía, y que ahora mismo está sometiendo a millones de chicos (hombres, en especial) a un masivo “experimento porno”, probablemente están ahí desde hace mucho, mucho tiempo.