Nuestro colaborador, Adolf Tobeña, ha pensado en nosotros para la publicación de un artículo que fue enviado a El País (La Cuarta Página) y silenciado. En Tercera Cultura creemos que el librepensamiento, la valoración crítica y a poder ser con datos sólidos, de los acontecimientos sociales, incluso el humor desmitificador son esenciales para la buena marcha de una sociedad abierta y moderna. Así que publicamos un artículo que para otros es incómodo y para nosotros aire fresco, e, igual que en este caso, invitamos a quienes provienen del campo de la ciencia a compartir su opinión sobre cuestiones que afectan nuestro presente y nuestro futuro.
Todo el mundo entiende que cuando se reclama el “derecho a decidir” lo que se persigue, en realidad, es la facultad de imponer un marco político con garantías legales inamovibles. Es decir, sin posibilidad de reclamaciones ulteriores. Esa es la esencia de la “rebelión catalana” lanzada, el once de setiembre de 2012, por una riada de manifestantes secesionistas y que el gobierno regional asumió, consagrándola como ariete de su programa para verla culminada, sí o sí, en 2014. Es decir, por las buenas o por las malas: con anuencia de partes y conforme a derecho, si es posible, o sin respetar esas formalidades, si no es así.
En este asunto que tiene atenazado el horizonte de la vida política española resulta conveniente partir de datos sólidos. Hay uno, en concreto, que es incontrovertible: un segmento considerable de la población catalana quiere largarse de España cuanto antes y ha vislumbrado una oportunidad favorable. Eso es así y no hay que negarlo u ocultarlo: existe una importante proporción de catalanes que quieren regirse por su cuenta, rompiendo las ataduras que les vinculan al Reino de España y consideran, además, que la acuciante debilidad del panorama hispánico actual ofrece un resquicio para conseguir ese objetivo. Es posible que ese segmento secesionista ronde o incluso alcance a superar la mitad del censo de los ciudadanos del Principado. Todos los datos de los sondeos efectuados en el último quinquenio así lo atestiguan y las elecciones de noviembre de 2012 vinieron a remacharlo: los votos cosechados por los partidos que planteaban un horizonte de soberanía plena para Cataluña llegaron a la cota de 1.800.000 sufragios, muy cerca de la mitad del total de votos emitidos (3.657.450). Eso constituye, por tanto, una realidad ineludible.
En el contexto europeo donde nos toca vivir, el obstáculo primordial que se interpone ante ese impulso secesionista es la opinión y la voluntad del resto de catalanes. Es decir, de la otra mitad de ciudadanos del Principado que desean mantener los vínculos con España tal y como están. Alrededor de 1.750.000 emitieron ya, el pasado noviembre, un sufragio negativo sobre una Cataluña independiente, al votar a partidos que explicitaron su opción contraria a esa posibilidad en unas elecciones que tuvieron ese tema como foco principal (o único, casi). 85.000 ciudadanos no dieron su voto a nadie al emitir papeletas en blanco o nulas, y una gran bolsa de 1.600.000 ciudadanos son una incógnita al no ejercer su derecho a opinar. De todos modos, a tenor del patrón repetido en los sondeos serios sobre la voluntad secesionista y de los resultados electorales, no sería un despropósito presumir que la fracción de abstencionistas que pudiera acudir a una consulta vinculante sobre la independencia tendiera a fragmentarse, a su vez, en proporciones cercanas a las dos mitades. Sumando pues las cifras de manera tentativa, tenemos algo más de dos millones y medio de catalanes a favor de la secesión y cerca de dos millones y medio en contra, de los cinco millones largos, en total, de ciudadanos que podrían ejercer su voto refrendador.
Hay empate, por consiguiente. Un rutilante y clamoroso empate que debiera llevar, en buena lid y en tiempos de grandes estrecheces, a que se postergaran nuevas justas. Ese empate, sin embargo, no es en modo alguno paralizante, sino todo lo contrario, para el segmento con más empuje que es el secesionista. De ahí las prisas por marcar un calendario: el impulso independentista se puede atenuar, enfriar o incluso diluir, aún sin contar con las reacciones de los adversarios, porque los estados de opinión tienen picos pero también mesetas y valles. Los instrumentos técnicos para plasmar una voluntad decisoria tienen, por otra parte, sus engranajes peculiares a tener en cuenta.
La estrategia secesionista de la coalición gubernamental catalana y la de sus socios es clara y tiene etapas bien definidas. La primera, inocular la convicción en la ciudadanía de que organizar una consulta sobre la autodeterminación es un derecho indiscutible e inalienable que asiste a los catalanes, a ellos en particular y en primerísima instancia (el “derecho a decidir”, según el mantra que acostumbran a repetir en todas partes). Eso ya se consiguió con creces. Si ese derecho lo ejercieron en su día en Quebec y los escoceses van a poder hacerlo en 2014, los catalanes no pueden ser menos que las gentes de esos lugares remotos, digan lo que digan las leyes vigentes. De ahí el empecinamiento: cualquier barrera será presentada como un atentado a las reglas más elementales de la democracia y usada para denunciar el atropello ante el mundo. Con ese planteamiento siempre se gana: si hubiera acuerdo con las instancias constitucionales españolas para efectuar la consulta, se vendería como una victoria apabullante y primer paso hacia la segregación, y si no lo hubiera, la parálisis se vendería como el aborto de las ansias de libertad de un pueblo laborioso, creativo y emprendedor que se considera capaz de caminar por su cuenta. Es decir, como ariete para ampliar fidelidades, consensos y ámbitos de poder.
La segunda etapa pretende consignar, mediante referéndum y en términos cuantitativos inapelables, una “derrota charnega” en algún tipo de consulta (legal o paralegal) donde se ventile la disyuntiva de constituirse o no en “Estado Propio en Europa” (según la formulación ya avanzada por el Presidente de la Generalitat). Se persigue una concurrencia favorable que se mueva entre el 55% y el 60%. Eso ya sería suficiente para cantar victoria, sin que importara en demasía el grado de participación. Es decir, la ventaja pírrica a partir de una enunciación vaga en un proceso paralegal y no necesariamente vinculante, ya vale. Porque con ese planteamiento siempre se gana, también. Es improbable, por un lado, que los andaluces, los canarios, los gallegos, los lombardos, los corsos, los tiroleses o los flamencos (por poner tan sólo algunos ejemplos), se pronunciaran en contra de una opción genérica de ese cariz, si les fuera planteada. Y cuando se cuenta, como así es, con los resortes persuasivos de una potente administración regional y sus pregoneros mediáticos (la “brunete montserratina”), el resultado está cantado. En cualquier caso, si no se llegaran a alcanzar aquellas cotas siempre podría acusarse al “asfixiante” torpedeo central que no permitió una pregunta clara y un procedimiento legitimado. Por consiguiente hay que montar la “consulta trampa” de todas, todas. Mejor ganando, aunque sea por los pelos, porque así se certifica la derrota charnega (es decir, española), pero si se empata (el escenario más plausible, vistos los números anteriores), no se ha perdido nada y se ha culminado otro mojón, al sentar precedente. Debo precisar que en el sector “charnego” incluyo a todos los adversarios del secesionismo tengan o no pedigrí como tales: desde las bolsas urbanas y suburbanas de emigración hispana de tercera o cuarta generación que constituyen todavía el grueso resistencial español, las nuevas bolsas migratorias sudamericanas, magrebíes u orientales, o los indígenas que aborrecen las aventuras soberanistas de sus compatriotas.
Los constitucionalistas sensatos tienen un delicado trabajo por delante para intentar evitar que esa estrategia, a todas luces ventajista, vaya culminando etapas y consiguiendo objetivos. Seguramente los acomodos ante tesituras parecidas que se han instrumentado en Gran Bretaña o en Canadá servirán de poco, porque allí los nexos, las reglas y la tradición son muy otros. Una de las sendas a explorar sería superar a los secesionistas “por el flanco izquierdo”: es decir, responder a las exigencias “democráticas” de consulta, con más democracia si cabe. Por ejemplo, con un rosario de consultas bien perfiladas y pautadas. He deslizado ya una sugerencia antes: estoy convencido de que a todos los pueblos hispanos les apetecería pronunciarse sobre la posibilidad de constituirse en “Estado Propio en Europa” y celebrarían poder hacerlo al mismo tiempo que los catalanes. El análisis exhaustivo y comparativo de esos resultados seria del máximo interés y ahora que va imponiéndose la necesidad de remozar la Constitución, esos datos serían de gran ayuda para legislar de manera prudente. Más adelante, aunque con los lapsos suficientes para permitir el poso de las opiniones, el descanso del personal y no incurrir en despilfarros innecesarios, podrían celebrarse consultas sobre la opción de desgajarse de España o no, de desgajarse de Europa o no, y así sucesivamente, tanto para cuestiones de marco político como de gobernación y administración cotidiana. Para los asuntos más trascendentes, segunda vuelta al cabo de quince dias y exigiendo mayorías no inferiores al 80%, por ejemplo, aunque esos detalles son los que deben perfilarse con esmero. Considero que es urgente becar a varios grupos de politólogos empíricos (los hay de primer nivel en las Universidades y en el CSIC), para que efectúen simulaciones sobre esos supuestos en modelos de juego social complejo, así como estimaciones mediante sondeos reiterados en muestras de estudiantes y de gente corriente.
Todo para ayudar a los políticos y legisladores sagaces, de manera que del proceso de reforma constitucional con su correspondiente Ley Orgánica de Consultas se deriven ganancias diseminadas. Porque lo que hay que tratar de evitar es que un “match” único mal planteado, mal arbitrado y resuelto en tablas o con victoria pírrica de la fracción secesionista (importante, pero fracción al fin y al cabo), se convierta en la antesala del epitafio español en Cataluña que es lo que se pretende. Es decir, por más que insistan en ello, no está en juego “el derecho a decidir” (que a muy pocos interesa, en realidad), sino la voluntad de imponerse unos, con menoscabo de otros, porque eso sí que siempre motiva a los que se ven con posibilidades de sacar tajada y a los ilusos o intoxicados que les siguen la corriente.
Adolf Tobeña
Catedrático de Psiquiatria. Universidad Autónoma de Barcelona.
El artículo es muy interesante. ¿Están ustedes seguros de que el verbo silenciar puede emplearse con un término como artículo? Se silencian las opiniones; los artículos sencillamente no se publican.
Vengo observando que, en ciertos textos de carácter científico como muchos de los que uestdes publican en esta web, el uso de la lengua es algo retorcido e impreciso, quizá a causa de la influencia del inglés. Con este comentario no pretendo enseñar nada a nadie, pues no soy el más indicado; tampoco hay intenciones patrioteras, relativas a una defensa rancia del español, porque, a fin de cuentas, el idioma (cualquier idioma) sirve para que las personas se comuniquen unas con otras, por lo que sostener una concepción purista de él sería en realidad algo poco inteligente; pero se agradece que una publicación cultural cuide la herramienta de comunicación más importante que poseemos, especialmente con el propósito de lograr la precisión y la claridad, teniendo en cuenta sobre todo que, al menos en principio, el lenguaje escrito permite que quienes se expresan se tomen el tiempo suficiente para hacerlo de la mejor forma.
Si uno lee «artículo silenciado», tiende a pensar que el artículo, después de publicado, fue retirado o eliminado -aunque me parece que este uso también sería incorrecto-; y supongo que ustedes quieren decir que la publicación del artículo fue rechazada; es decir, que no se ha dado a conocer el texto hasta este momento. Les ruego consideren mi comentario como el de un lector asiduo de su páguna que solo quiere que se subsanen ciertos errores: de ninguna manera pretendo ofender.
Yo también estoy preocupado por la creciente influencia del inglés en el español, hace tiempo que le doy vueltas a este problema, y es algo realmente difícil de prevenir. Desde luego no se trata de «purificar» al español de influencias externas, pero es totalmente cierto que, en especial los que escribimos sobre ciencia, estamos haciéndolo cada vez peor en español. También hablo en general, incluyéndome a mí mismo y sin señalar a nadie en particular.
Me alegro de que lo hayan notado. A mí también me preocupa desde hace algún tiempo, y veo que es un fenómeno aparentemente imparable. En buena medida, se debe a la subordinación cultural en combinación con un bajo nivel educativo y universitario. La hegemonía cultural y la creatividad del mundo de habla inglesa son abrumadoras y no parece que vayan a menos; por contra, tengo la impresión de que el mundo de habla hispana se mueve cada vez más en niveles mediocres. Donde más se nota, claro, es en el terreno científico, el de los negocios y las nuevas tecnologías. La última moda en España es escribir los textos científicos directamente en inglés, y eso no contribuye a mejorar el nivel del español como lengua de alta cultura, sino todo lo contrario. De seguir por ese camino, quedará relegado a la categoría de «lengua de uso coloquial». Jugando con baraja ajena, los hispanohablantes siempre llevaremos las de perder.
Consultando frecuentemente la Wikipedia se observa que una gran parte del contenido de la Wikipedia en español es traducción de la versión original inglesa, y con demasiada frecuencia se trata de una traducción deficiente o incluso muy deficiente. Eso es un síntoma, y no muy alentador.
Me comí la «r» de Schrödinger. Perdóname, Erwin.
Don Adolfo ha escrito un artículo muy razonado y razonable pero falla la mayor. O las mayores, para ser exactos.
La primera mayor es que los sondeos a los que apela han sido todos cocinados desde las mismísimas filas de los radicales. Por tanto, no tienen ninguna credibilidad. Como tampoco la tiene confundir unas elecciones a un parlamento autonómico con las presuntas intenciones independentistas de los votantes.
La segunda mayor es considerar que todos estos radicales pretenden independizarse de algún sitio. No, Don Adolfo, no, sólo pretenden más poder y más dinero del Gobierno de la Nación. Si Don Mariano les ofrece un pactito fiscalito, ya verá qué contentos se ponen y qué pronto se olvidan de independencias, referendos y zarandajas.
Gran artículo, Don Adolfo, pero mal diagnóstico.
Quizá la forma más rápida de mostrar el esperpento político en el que hemos entrado, y por lo tanto, la forma más rápida de empezar a salir de él, es que las agrupaciones políticas de diverso tipo (diputaciones, ayuntamientos, barrios) empezaran a declararse sujeto soberano. Luego podríamos continuar ciudadano por ciudadano (yo para ir ahorrando tiempo me declaro «sujeto soberano» desde ya).
La verdad, no sé qué hace un artículo como este en un sitio como 3C. Si lo que se pretende es tender de una vez algún puente entre la ciencia y la política práctica, los argumentos presentados en este artículo rechazado (no silenciado, en efecto) no parecen muy convincentes. (A propósito, sugiero que se incluya en el sitio web una página de enlaces a artículos de la prensa diaria -no científica- interpretables desde planteamientos 3C). Pero, ya puestos, participaré en el juego a fondo.
En otro lugar he esbozado una suerte de taxonomía de las posturas adoptadas por los compañeros de viaje de los independentistas (básicamente progresía mesetaria y asimilacionistas periféricos), en los siguientes términos (no excluyentes):
– Quienes afirman con el mayor desparpajo que oponerse a la independencia de Cataluña no es óbice para admitir que se celebre un referéndum y participar en él.
– Quienes, intentando presentar como boutade transgresora su simple sumisión al rebaño (y plagiando aquello de «no comparto lo que dices pero estoy dispuesto a morir para defender tu derecho a decirlo»), advierten que no son independentistas pero, en caso de consulta, votarían a favor de la independencia.
– Todos esos tibios que, habiéndonos tachado de alarmistas desde hace años por señalar que no debíamos ser tan tolerantes con los nacionalistas, han comprobado que teníamos razón y se han apresurado a acusarnos ahora de provocar a catalanes y vascos y obligarles a radicalizarse. Estos tipos pretenden que nos traguemos, por ejemplo, que la manifestación de 10 000 personas en defensa de la Constitución que hubo en Barcelona el 12 de octubre «provocó» por un efecto insólito de retorcimiento del espacio-tiempo la participación de centenares de miles de personas en la Diada de un mes antes.
– Muy abundantes entre estos últimos, es decir, entre quienes defienden esa curiosa inversión de la relación causa-efecto, todos aquellos que han optado por escurrir el bulto y declararse hartos de «los unos y los otros», repartiendo responsabilidades por igual por temor a ser acusados de fascistas-españolistas.
Pues bien, tras leer el artículo de Tobeña constato con sorpresa que el elenco de “amiguetes críticos” de los independentistas es aún más variado. Ahora habrá que añadir la postura de quienes sugieren multiplicar por 17 el desvarío catalán para provocar un totum revolutum en el que se pueda señalar a muchos otros que llegado el caso harían lo mismo. ¿Y…? ¿Acaso la estupidez deja de serlo cuando se descubre que estamos ante un fenómeno generalizado? ¿O es que se pretende, so pretexto de obtener información de interés para politólogos de diverso pelaje, añadir aún más gasolina al fuego para dinamitar España y echarle la culpa a TODOS?
Por no hablar del lapsus cometido al señalar que “una de las sendas a explorar sería superar a los secesionistas ‘por el flanco izquierdo’: es decir, responder a las exigencias ‘democráticas’ de consulta, con más democracia si cabe”. O sea, ahora resulta que la democracia es patrimonio de la izquierda; si eres de derechas, no puedes ser demócrata. Sencillamente “goyesco” (o UABesco).
Saludos.