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Un año sin Hitchens. El escritor consumado, el amigo genial

Publicado por Ian McEwan en The Guardian y traducido por Verónica Puertollano.
El lugar donde Christopher Hitchens pasó sus últimas semanas no era muy literario, pero él lo hizo suyo. Cerca del centro de Houston, en Texas, se encuentra el centro médico, un grupo de altos edificios como La Défense de París o la City de Londres, una especie de distrito financiero donde la moneda común es la enfermedad. Este complejo es una de las concentraciones más grandes del mundo de experiencia y tecnología médicas. Su edificio más alto, de 40 o 50 pisos, niega la posibilidad de un dios benévolo: un letrero de neón anuncia desde su tejado que es un hospital oncológico infantil. Este «precipicio aséptico», como dice Larkin en su poema sobre una torre de hospital, quedaba justo enfrente del de Christopher, que no era tan alto, y era solo para adultos. Como en la famosa frase de Walter Pater, ardía «con esta llama dura como una gema». Hasta el final.Nunca hubo un hombre al que fuese más fácil visitar en el hospital. No quería flores ni uvas, quería tu conversación y tu presencia. Todos los silencios eran útiles. Le gustaba que siguieras ahí cuando se despertaba de sus frecuentes siestas inducidas por la morfina. No le interesaba su enfermedad, como a la mayoríade los enfermos. No quería hablar de ello.

Cuando llegué del aeropuerto en mi última visita, vio que de mi maleta asomaba un pequeño libro. Tendió la mano para alcanzarlo —era Londres bajo tierra, de Peter Ackroyd—. Después comenzó un elogio de diez minutos de su autor. Nunca habíamos hablado antes de él, y Christopher parecía haberlo leído todo. Solo entonces nos dijimos hola. Quería quedarse el libro de Ackroyd, dijo, porque era pequeño y no le dolía la muñeca al sostenerlo. Pero enseguida estaba anotando cosas en sus márgenes. Para cuando anocheció, ya lo había terminado.

Podría haber escrito una crítica, pero tenía que ocuparse de un largo artículo sobre Chesterton. Y así sería siempre: hablar sobre libros y política, después dormitaba mientras yo leía o escribía, después más charla, después leíamos los dos. La habitación de cuidados intensivos estaba repleta de máquinas con luces parpadeantes y tubos de alimentación, pero parecían casi decorativos. Los libros, el periodismo, las ideas detrás de ambos, conquistaban el espacio estéril, o le daban calidez, lo elevaban a la categoría de una buena biblioteca universitaria. Y nos protegían de la vista del sombrío edificio a través de los ventanales, de ese mundo, según los versos de Larkin, cuyos amores y oportunidades están «más allá del alcance / ¡de cualquier mano desde aquí!».

Por la tarde le ayudaba a salir de la cama, con la idea de dar una vuelta hasta la recepción de las enfermeras para estirar las piernas. Al apoyar su tembloroso y disminuido cuerpo en mí dijo, solo porque sabía lo que yo estaba pensando, «sostente en mi brazo, viejo sapo». Sonrió con esa mueca oblicua que yo recordaba tan bien de los días en que estaba sano. Era la sonrisa de reconocimiento, la que anticipa el final de la tarde en una «noche de vergüenza», es decir, de placer, o de uno de sus términos preferidos: «confraternidad».

Debió de ser así como acabé leyéndole en alto Las bodas de Pentecostés dos horas después. Christopher me pidió que pusiera el poema en contexto para su hijo Alexander —una adorable presencia durante semanas, hasta el final— y para su mujer Carol Blue, una tigresa de su causa médica. Había discutido tan ferozmente por algunas lentitudes de la burocracia del hospital que habían llamado a los guardias de seguridad para que la echaran del hospital. Afortunadamente, empleaba su encanto y los desarmaba.

Expliqué el poema y lo leí, y cuando llegué al célebre final, «la sensación de la caída / como ducha de flechas / lanzadas fuera de la vista / convirtiéndose en lluvia», Christopher murmuró desde su cama: «Eso es tan oscuro, tan horriblemente oscuro». Yo discrepé, y no con ninguna intención de hacerle sentir mejor. Seguramente, el viaje en tren llegaba a su fin, y las parejas de recién casados son  despachadas hacia sus destinos separados. Él no lo aceptaba, y una semana más tarde, cuando estaba de vuelta en Londres, seguíamos intercambiando emails sobre el tema. Uno empezaba así: «Queridísimo Ian, de hecho —quien quiera llover, se tiene que mover— [no rain, no gain], pero todo depende del nivel de antropomorfismo que esté realizando Larkin con su subconsciente. Yo conjeturaría provisionalmente que “en algún lugar convirtiéndose en lluvia” es poco prometedor.»

Y este era un hombre que sufría un dolor constante. Como no le dejaban beber ni comer, chupaba pequeños trozos de hielo. Donde otros se dejarían seducir por pensamientos divinos (¿por qué yo?) y sueños de una vida después de la muerte, Christopher se dedicaba a la literatura. Durante los tres días de mi última visita tomé nota de sus temas. No mucho después de que se quedara con mi libro de Acrkoyd, me hablaba de un novelista eslovaco; de si Dreiser, en sus novelas sobre economía, era una guía para la actual crisis; del catolicismo de Chesterton; de los Sonetos del portugués de Browning, que yo le había comprado en una anterior visita; de La montaña mágica de Mann —lo releyó para extraer reflexiones sobre las ambiciones imperiales de Alemania respecto a Turquía—; y como habíamos empezado a hablar de los viejos tiempos en Manhattan, quiso citar y conmemorar Un réquiem alemán de James Fenton: «Qué reconfortante es, una o dos veces al año / juntar y olvidar los viejos tiempos».

Mientras estaba con él se llevó a cabo otro homenaje en el lejano Londres, con Stephen Fry como anfitrión en el festival Hall, para reflexionar sobre la vida y la época de Christopher Hitchens. Le ayudamos a salir de la cama y sentarse en una silla y pusimos mi portátil enfrente de él. Alexander buscaba por internet contraseñas especiales para conectarnos con el evento. También conectó sus propios altavoces portátiles. Conseguimos tener buen sonido antes de las imágenes, y lo que oíamos era impresionante, y algo que animaba a Christopher. Era el murmullo de dos mil voces charlando antes del evento. Después tuvimos la visión del escenario hacia el público, abarrotando las filas.

Todos parecían muy jóvenes. Diría que casi todos ellos se habían mostrado rotundamente contrarios a Christopher respecto a Irak. Pero allí estaban, y en los cines de todo el país, acudiendo por él. Christopher sonreía y saludaba con su delgado brazo. La familia y los amigos cercanos podían estar contigo en la habitación, pero morir es un acto solitario, y el confinamiento es absoluto. Pudo ver por sí mismo que la vida fuera de esta pequeña habitación no lo había olvidado. Por un momento, y que Larkin me perdone, fue a través de internet como el mundo pudo extender su mano hacia él.

A la mañana siguiente, a petición de Christopher, Alexander y yo colocamos un escritorio bajo una ventana. Lo ayudamos a cruzar la habitación con su poste lleno de tubos, ajustamos los cojines de su silla, y la altura del ordenador. Hablar y dormir estaba muy bien, pero Christopher tenía muy pocos días para producir 3.000 palabras sobre la biografía de Chesterton de Ian Ker. Siempre que la gente hable del periodismo de Christopher, me acordaré de este momento.

Tengamos en cuenta la mezcla. El dolor crónico, débil como un gatito, decaído por la morfina, después la discusión de la teología de la Reforma y la política, la Inglaterra romántica imaginada por Chesterton teñida del tipo de catolicismo que medió en sus acercamientos al fascismo, y su gusto por la paradoja, que Christopher quiso deconstruir. A ratos, dejaba caer la cabeza, y los ojos cerrados, y después, con un esfuerzo sobrehumano, se obligaba a permanecer despierto para escribir otra línea. Su enorme memoria le fue muy útil, porque no tenía que tener los típicos libros a mano para hacer este tipo de cosas. Cuando puedan, lean la reseña.

Su inenarrable fluidez nunca lo abandonó, su compromiso era apasionado, y él nunca abandonó su oficio. Era el escritor consumado, el amigo genial.

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