La verdad, para parafrasear a Oscar Wilde, rara vez es pura y nunca simple. Habida cuenta de lo ocurrido durante el último año, desde el Brexit a la elección de Donald Trump a la presidencia de los EE.UU, se puede excusar que preguntemos si existe en absoluto. Como ha anotado más de un comentarista, parece que estamos viviendo en una sociedad de la “post-verdad” donde las mentiras se toleran y los hechos se ignoran.
Y de cualquier modo, ¿Qué es la verdad?
Esta es una cuestión tan aparentemente filosófica como retórica. Pero no es retórica. Como manifiesta claramente la oscura situación política actual, se trata de una cuestión política fundamental. Reflexionar sobre esta cuestión, sobre qué es la verdad, puede ayudarnos a ver por qué la verdad aún importa para la democracia.
Cuando preguntamos por la naturaleza de la verdad, normalmente nos interesamos en qué hace verdadera a una creencia o una afirmación (y a otras las hace falsas). Poco sorprendentemente, los filósofos (si son filósofos de veras) han estado dividido. Hablando históricamente han aparecido dos ideas, cada una organizada alrededor de una metáfora central.
La primera idea consiste en que las afirmaciones verdaderas son como mapas. La hoja de ruta que Google saca en tu teléfono es adecuada cuando representa las rutas tal como son, y es inadecuada cuando no lo hace. Del mismo modo, según la misma forma de pensar, una afirmación es verdadera cuando se corresponde con el modo de ser de los hechos. La verdad se encuentra; se trata de una correspondencia con el mundo.
La teoría de la correspondencia es una vieja idea, que se remonta a Aristóteles. Pero no carece de problemas. La objeción dominante recuerda a Wilde: la teoría parece hacer que la verdad sea demasiado llana y simple. Puede ser plausible al hablar de cosas físicas en nuestro entorno inmediato: carreteras y puentes, rosas y abejas. Pero la mayoría de las afirmaciones que hacemos están envueltas en juicios de valor, y es más difícil ver como mapas afirmaciones sobre valores. Esto es porque afirmaciones como “deportar inmigrantes es moralmente erróneo” no son empíricamente verificables. No puedes verificarlas en un laboratorio, que es precisamente lo que hace que algunos piensen que la verdad política o moral es una fantasía de los filósofos.
Pero tal cinismo es injustificado y peligroso. Si rechazas que hay alguna verdad en los valores o la política entonces rechazas que las personas pueden hacer progresos políticos y morales, y la idea de que pueden cometer errores morales y políticos. Puedes entender el progreso político sin la idea de verdad porque llevar a cabo tal progreso requiere que se mejore el juicio político de una cultura. Lo que se creyó cierto una vez (el racismo) ahora se sabe que es falso. Debemos apelar a la verdad para entender que lo entendimos mal, y para recordarnos a nosotros que es posible que lo sigamos entendiendo mal.
Este último argumento indudablemente es el más importantes para nosotros. Como sabía George Orwell, sin la idea de verdad, no podemos pretender hablarle de verdad al poder. La crítica política se convierte en una expresión de sentimientos, no en algo que pueda justificarse, o ser derrotado, por evidencias.
Por tanto, la teoría de la verdad como correspondencia es prometedora, pero no explica la verdad moral y política. Y esto, tristemente, puede motivar a que la gente se muestre cínica sobre la posibilidad de tal verdad.
También ha motivado a otro pensador para que construya la verdad como algo totalmente distinto, como una historia coherente en la que todos estamos de acuerdo. De acuerdo con este segundo punto de vista, las afirmaciones verdaderas son aquellas que encajan en una narrativa funcional, una con la que podamos explicar cosas a nosotros mismos. Afirmaciones falsas son aquellas que no encajan, que no podemos emplear, y que van contra las otras cosas en las que creemos. Podemos llamarla teoría de la verdad como coherencia.
Hay algo cierto sobre la teoría de la coherencia. No todas las afirmaciones son como pequeños mapas. Las afirmaciones sobre valores y política son más bien como historias: historias muy complicadas y desordenadas con las que entretejemos buena parte de nuestras vidas.
Pero la mera coherencia de una historia no la convierte en verdadera. Esto es porque no puedes hacer que cualquier historia sea internamente coherente a menos que estés dispuesto a decir cosas bastante disparatadas. Sin embargo, se ha dado una tendencia preocupante tanto en los EE.UU como en ciertas partes de Europa para confundir narrativas coherentes con la verdad. Esta es una tendencia que ha sido incentivada por los medios sociales de internet, plataformas que motivan la coherencia al agrupar nuestras comunicaciones dentro de webs o “redes sociales” compuestas por individuos de que comparten un pensamiento similar. Es increíblemente fácil conseguir coherencia en plataformas que, por su propio diseño, motivan el consenso. Si sólo hablamos de política con nuestros amigos y compañeros de viaje, no sorprende que que la indiscutida coherencia de las afirmaciones las haga verdaderas.
Hacer que la verdad dependa de la mera coherencia interna es un grave error, así como lo es creer que toda verdad debe ser un asunto de correspondencia con el mundo físico. La verdad sobre la verdad política es que es una combinación de ambas.
Una narrativa política verdadera tiene que ver más con su coherencia interna, pero también debe ser consistente con el resto de lo que sabemos del mundo. Debe estar entrelazada con los hechos del exterior. Los supremacistas blancos (tal vez) cuenten una historia internamente coherente que ellos valoran; pero toda su historia no puede ser verdadera porque contiene supuesto como “la ciencia nos dice que los no blancos no son tan inteligentes”. Y este tipo de afirmación debería corresponderse con ciertos hechos medibles en el mundo para ser verdadera (Pero no lo hace).
Dicho en breve, necesitamos ambas metáforas: historias y mapas. La verdad no trata sólo de historias coherentes, pero tampoco trata siempre de cartografiar el mundo. La verdad puede venir en más de una forma; pero no deja de ser real por ello.
Aquí hay una lección importante. Cuando se trata de valores, orientarse a la verdad es tan importante como lo es en ciencia, incluso si es más complejo, gris y confuso. Pero es un error creer que nuestras historias de valores están totalmente separadas de todo lo demás que sabemos sobre el mundo. Las narrativas coherentes sobre la justicia y los valores pueden ser verdad, en la medida en que también encajen con las evidencias que proporciona el mundo. Por supuesto, saber cuándo pasa esto es la parte difícil, especialmente, como es el caso en nuestra polarizada sociedad digital, si no nos ponemos de acuerdo en qué consiste la “evidencia”. Pero aunque sea así, esto no nos excusa de tomarnos seriamente la verdad, y de pedir cuentas a los que no lo hacen.
La verdad es un objetivo complicado y distante, uno difícil de saber que has alcanzado. pero hay un valor en intentarlo, y debemos continuar haciéndolo, mientras tengamos fuerzas para hacerlo.
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Michael P. Lynch
Michael P. Lynch is the author of the Internet of Us: Knowing More and Understanding Less in the Age of Big Data; a professor of philosophy, he directs the UConn Humanities Institute’s project, Humility & Conviction in Public Life.