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La psicología política del Brexit

Una suposición natural de la democracia es que los votantes son al menos suficientemente racionales, si no para escoger la mejor de las opciones disponibles, si al menos para saber lo que votan. Algunos dudan de que incluso este modesto supuesto sea cierto, pero en los últimos años, sobre todo a raíz del resultado del referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, y de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, la sensación de que vivimos en una “era de irracionalidad” y de la “posverdad” se ha extendido entre la élite cognitiva de las sociedades occidentales.

El fenómeno también preocupa a los científicos cognitivos que trabajan en la psicología política. Un grupo de investigadores en concreto está estudiando el rol de la personalidad, el autoritarismo, las habilidades matemáticas y los estilos cognitivos relacionados con el referéndum de 2016 sobre la pertenencia británica a la Unión Europa.

Los resultados, basados en una muestra de 11.205 votantes a los que administraron test de inteligencia y personalidad, confirman que los votantes favorables a permanecer o salir de la Unión tienen diferentes características psicológicas cuando se analizan diferencias estadísticas entre grupos.

En concreto, los partidarios del Brexit muestran niveles más altos de “autoritarismo” y “escrupulosidad”, y menores niveles de apertura a la experiencia y neuroticismo. Muestran también menos habilidades matemáticas y tienden a utilizar menos lo que Kahneman llama “Sistema 2” de nuestro cerebro, es decir, el pensamiento reflexivo y “lento”.

Los votantes favorables al Brexit son más “intuitivos” y menos “racionales”, los partidarios de la Unión son más “racionales” pero más neuróticos.

Quizás el hallazgo más interesante es que los sujetos de ambos bandos son igual de susceptibles a los sesgos cognitivos, al razonamiento motivado, el “framing” y el efecto Dunning-Kruger (la excesiva confianza en el propio conocimiento).

No parece que el pensamiento “racional” nos haga libres de sesgos ideológicos: “La capacidad del votante para pensar racionalmente sobre las evidencias para un tema del referéndum depende en particular de si la evidencia apoya o no sus visiones existentes”; confirmando el que ha sido calificado como “hallazgo más deprimente sobre el cerebro” y que lleva a conclusiones delicadas sobre la comunicación política: “Cuando la gente está mal informada, darles hechos para corregir estos errores sólo consigue que se agarren a sus creencias con mayor tenacidad”. En el estudio, la capacidad de los sujetos para entender correctamente estadísticas relacionadas con temas políticamente calientes, como la inmigración, descendió hasta la mitad, en comparación a estadísticas sobre temas no políticos –ilustrando muy bien en qué consiste el “razonamiento motivado”.

Una tendencia similar también se ha apreciado recientemente en el tipo de libros científicos preferidos por liberales y conservadores (Shi, F. Et al., 2017): en contra de estereotipos habituales, que relacionan a los conservadores con un interés inferior en los temas científicos, o incluso con una actitud «anticiencia» –supuesto cuestionado en una reciente editorial de Nature–, ambos grupos resultan estar igualmente interesados en la ciencia, pero no sorprendentemente tienden a interesarse por las áreas que mejor se alinean con sus intereses. Clay Rouledge lo llama “política tribal” y parece que sólo se puede resolver si la ciencia que nos interesa facilita la comprensión e integración en lo que llaman un “orden superior”: “Si la ciencia se percibe como algo superior a la identidad de un grupo político o de cualquier otro tipo, la gente de diferentes grupos tiende a trabajar juntos”.

La inteligencia o la educación, en este sentido no son suficientes. Incluso aunque se evidenciara que la gente más inteligente tiende a escoger una opción política determinada, esto no sirve para avalar que esta opción sea la óptima –en el sentido de que sea la más objetiva, libre de sesgos y prejuicios. Otros estudios muestran que los “conservadores” y “progresistas” tienen sesgos partidistas similares (Ditto, P.H. et al., 2017; Collins et al. , 2017) y que la gente más inteligente no tiene menos sesgos cognitivos, y por tanto que no pueden presumir de una capacidad superior para pensar “críticamente”.

En conjunto, estos estudios arrojan alguna sombra sobre la optimista pretensión de iluminar el debate político con altas dosis de inteligencia o un estilo de personalidad determinado. No es tan sencillo: resulta que poseer un estilo cognitivo, un tipo de personalidad o incluso tener una superior inteligencia y educación no garantiza tomar la decisión más “racional”.

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