James R. Flynn (1934-) es un profesor emérito neozelandés conocido principalmente por el hallazgo de que la inteligencia humana no permanece constante, sino que de hecho estaría aumentando en las últimas generaciones. El importante efecto que lleva su nombre -quizás debería llamarse “Lynn-Flynn” en honor a la contribución paralela del también investigador Richard Lynn- es el resultado directo de un profundo debate científico, complicado con múltiples implicaciones morales, ya que el trabajo de Lynn intenta contrarrestar la visión de que las diferencias en inteligencia entre grupos étnicos están genéticamente programadas.
Gracias en parte a la contribución de Flynn hoy sabemos que las diferencias en inteligencia, -que repercuten significativamente en resultados de la vida diaria de los individuos, y en el bienestar, la prosperidad y la seguridad de los países– no permanecen constantes, sino que varían en el tiempo. ¿Por qué el CI medio de un país como Irlanda pasa de 85 puntos a inicios de los años setenta hasta los 100 de 2009? ¿O por qué estaría estancandose ahora mismo la inteligencia de los judíos askenazíes, considerado el grupo humano con una capacidad intelectual más alta en promedio?
Las mejoras en educación, sanidad y alimentación probablemente explican una parte de las ganancias generacionales en inteligencia, pero Flynn también llama la atención sobre el papel causal de las presiones sociales y culturales:
Las modas sociales pueden alterar los hábitos mentales de los individuos. Ejemplos son el aumento de la escolaridad, ocupaciones de mayor demanda cognitiva, y actividades de ocio de carácter cultural (“el contexto produce la diferencia (…) la sociedad provoca el desarrollo o la atrofia de las habilidades cognitivas según sus propias preferencias (…) la sociedad no puede avanzar si los ciudadanos no responden (Citado en el blog de Roberto Colom).
Aunque se discute si el “efecto Flynn” se detiene, o incluso se invierte en los últimos años, abocándonos a escenarios culturales poco halagüeños, lo cierto es que las demandas sociales cambiantes, a través de épocas y entornos diferentes, pueden aletargar, deprimir o avivar la inteligencia humana de modo significativo.
Pero a la vez de cuestionar el determinismo genético y convertirse por ello en un publicitado icono del progresismo social, Flynn también es conocido por su defensa de la libre investigación y la libre discusión desde su célebre disputa con Artur Jensen, aspecto que le ha ganado en general el respeto de sus propios rivales.
Esta idea ya no parece encajar en determinados ambientes educativos y académicos ideológicamente intransigentes, como muestran las pegas a la publicación de su último libro: In defense of free speech. The university as censor. Él mismo lo relata en el digital Quillette: El hecho es que la editorial “Esmerald” respondió a Flynn que la publicación de su libro podría suponer un “serio inconveniente (…) en particular en el Reino Unido”, alertando del “riesgo de reacciones y desafíos legales”. Flynn decide entonces cambiarle el título: Un libro demasiado arriesgado de publicar.
Discutir por qué debe extenderse la libre expresión a cuestiones de raza y género implica necesariamente presentar puntos de vista (como los de Jensen, Murray y Lynn), aunque sólo sea con el propósito de refutarlos, algo que incomoda a los que creen que la igualdad racial y sexual es auto evidente. Si incomodar a los estudiantes, los profesores o el público es una razón para prohibir la expresión, toda discusión sobre esto debería tocar a su fin. Finalizo el libro citando el prefacio original de George Orwell a Rebelión en la granja, que fue rechazado por Faber and Faber por resultar demasiado crítico con Stalin: «Si la libertad significa algo en absoluto, significa el derecho de contarle a la gente lo que no quiere oir».
Por otra parte, un conjunto de académicos, entre los que figuran Ian Deary, Richard Nisbett, Charles Murray (junto a Herrnstein, acuñador de la expresión “efecto Flynn”), Steven Pinker y el español Roberto Colom, firman una carta conjunta en defensa del filósofo australiano.
El lector puede juzgar la “peligrosidad” de las ideas de Flynn leyendo la sinopsis de la obra mencionada:
Una buena universidad enseña a los estudiantes las habilidades necesarias para ser críticamente inteligentes, de sus propias creencias y de las narrativas presentadas por los políticos y los medios de comunicación. La libertad para debatir es esencial para el desarrollo del pensamiento crítico, pero en las universidades de hoy en día la libre expresión está restringida por miedo a causar ofensas. En defensa de la libre expresión pasa revista a los factores subyacentes que circunscriben las ideas toleradas en nuestras instituciones educativas. James Flynn examina críticamente el modo en que las universidades censuran sus enseñanzas, cómo el activismo estudiantil tiende a censurar los puntos de vista opuestos, y cómo los académicos se censuran a sí mismos, sugiriendo que pocas, si es que hay alguna, universidad puede ser calificada como “buena”. En una era comprometida por las fake news y la polarización política, En defensa de la libre expresión supone un apasionado argumento para retornar al pensamiento crítico.