El poder que frena el colapso civilizatorio parece haber quedado seriamente debilitado tras los resultados de las últimas elecciones presidenciales en EE.UU., considerando las reacciones de tantos políticos, “pundits”, activistas y comentaristas de todo el mundo.
El País publicó el mismo día de la victoria de Trump una columna de John Carlin cuestionando literalmente que la democracia representativa pudiera seguir siendo “un modelo de gobierno a seguir para la humanidad”. Cayetana Álvarez de Toledo señaló en una conferencia que los resultados electorales subrayan que hemos entrado en una “era de irracionalidad” global. Según entre otros el filósofo Michael P. Lynch este acontecimiento augura una era de la “post-verdad” “donde las mentiras se toleran y los hechos se ignoran”.
Y no sólo estaría en peligro la razón, la democracia, y la convivencia humana entre sexos, etnias y países, sino también el equilibrio planetario. Para distintos “líderes científicos” en ciencia del clima la presidencia de Trump supondrá “un desastre para el planeta”. La portada del semanario Der Spiegel lo ilustra en su portada, con la imagen de un meteroro antropomórfico.
Estos comentarios, a veces lindantes con la escatología –o doctrina tradicional del fin de los tiempos–, en buena parte de la desconcertada Intelligentsia son paralelos a movimientos de protesta y descontento popular.
En EE.UU proliferan protestas violentas, así como inusuales demostraciones de duelo. En algunas universidades se han puesto de moda espacios ad hoc –cry-in– para que los estudiantes lloren la derrota. Algunos estudiantes llevan pins para señalar que consideran un “peligro” la victoria de Trump, tendencia a la que se han sumado los guionistas de la saga cinematográfica de Star Wars.
La victoria de Trump corona una polarización ideológica secular, manifiesta consistentemente en las encuestas de los últimos años, si bien las predicciones expertas no han acertado a vaticinar este desenlace. Dos excepciones están representadas por George Lakoff, desde la neurociencia y la ciencia cognitiva, y por Jonathan Haidt, desde la psicología moral.
Predicciones, teorías y tabúes
La mayoría de las predicciones expertas no vaticinaron la victoria de la candidatura de Donald Trump ni en las primarias republicanas ni en la elección final de noviembre. Hasta el último minuto las predicciones, amplificadas en medios de comunicación desproporcionadamente inclinados hacia a Clinton, predijeron la derrota de Trump con amplios márgenes de diferencia.
Incluso tras unos resultados rotundos (290 de los 270 votos de delegados estatales requeridos), politólogos influyentes siguen estimando que la victoria de Clinton era, pese a todo, “más probable”.
¿Se trata simplemente de un error achacable a las encuestas, o de un desliz pasajero en el cálculo de probabilidades? No, de acuerdo con Uri Harris, para quien la salud de las ciencias sociales en general está afectada de forma seria: “Cuando los científicos culpan al mundo por no conformarse a sus modelos, en lugar de al revés, algo va mal”. Lo que habría es un problema de dogmas y tabúes ideológicos más profundos:
El problema son precisamente esas creencias que se mantienen por encima de las ciencias sociales. Bajo condiciones científicas normales, los científicos dirían “Parece que hemos subestimado la medida en que estos valores dirigen la conducta humana, ajustemos nuestros modelos”. Pero los científicos sociales no pueden hacer esto, por lo que todo lo que hacen es declararlos inmorales, ya se trate del Brexit, de Trump, o de los movimientos que ahora mismo están teniendo lugar en Francia, Alemania y otros países occidentales.
No es sólo que los científicos sociales estén en desacuerdo con los detalles acerca de la importancia que tienen determinados comportamientos para la gente, sino que se disuade activamente discutirlos de algún modo que no sea en términos fuertemente moralistas, lo que a menudo hace que la objetividad científica se difumine o incluso sacrifique en el altar de ideales virtuosos.
Al analizar los perfiles demográficos de los votantes, una inevitable conclusión es justamente que el factor único más importante en el voto de Trump no ha sido el status socioeconómico, el nivel educativo o cualquier otra variable considerada aceptable por la mayoría de los científicos sociales, sino la identificación racial. Los “blancos” de todos los grupos de población en EE.UU: hombres, mujeres, jóvenes, con o sin estudios de este grupo demográfico han votado sistemáticamente más a Trump que a Clinton.
El fenómeno étnico, para decirlo en los términos del pionero de la sociobiología Pierre L. Van den Berghe, parece estar de vuelta, y no en sociedades exóticas, sino en las más educadas y avanzadas del planeta. Lo cual necesita una explicación.
Lakoff: el poder de las metáforas
George Lakoff (Universidad de California), autor de No pienses en un elefante (2006) intenta entender a Trump desde la lingüística cognitiva.
Lakoff considera que progresistas y conservadores en EE.UU entienden la nación en términos de metáforas familiares: el primer grupo como familia de padres provisores y el segundo como familia de padre estricto. Los votantes de Trump como líder paternalista arraigarían en este segundo tipo, donde lo más importante es la autoridad paterna y la responsabilidad individual se sitúa por encima de la responsabilidad social. Este tipo de familia doméstica, jerárquica y fuertemente religiosa, es característica sobre todo de los blancos evangélicos, más que de los conservadores libertarios o pragmáticos.
Además de las metáforas familiares, Lakoff subraya el distinto modo en que progresistas y conservadores entienden la causalidad. Según investigación empírica, los conservadores parece que tienden a favorecer la causalidad directa más que sistémica –donde intervienen factores complejos y probabilísticos difíciles de desentrañar. Muchas de las propuestas de Trump están enmarcadas en términos de causación directa: un muro para frenar la inmigración ilegal, tarifas contra las importaciones, no permitir la entrada de musulmanes, etc.
El ataque a la “corrección política” indudablemente ha sido otro de los puntos fuertes de Trump. Para millones de estadounidenses que entienden el orden social en términos de jerarquía moral, la lucha de las asociaciones y activistas liberales para terminar con lo que llaman “fanatismo” es percibido como una amenaza hacia ese mismo orden y una intolerable limitación a la “libre expresión”. Trump ha devuelto a estos estadounidenses “un sentido de respeto hacia sí mismos, autoridad y la posibilidad de poder”.
Lakoff también proporciona una explicación para un hecho aparentemente inexplicable: ¿cómo han podido prosperar los puntos de vista de Trump cuando la inmensa mayoría de los medios de comunicación favorecieron ostensiblemente a la candidata demócrata? No es sólo el ascenso de los medios “alternativos”, una clave proviene de la neurolingüística: las “visiones del mundo” consisten en redes neuronales que son activadas mediante el lenguaje y en ocasiones resultan reforzadas incluso si son atacadas: “La razón es que negar un marco activa ese mismo marco. No importa si estás promocionando o atacando a Trump: estás ayudando a Trump”. En este sentido, la actitud defensiva de los demócratas habría ayudado a que prosperara el marco, más ofensivo, del adversario.
Antes de la celebración de las elecciones Lakoff recomendaba a los demócratas adoptar una posición más positiva, no pensar en un elefante, una forma de persuasión más civil y empática hacia los oponentes, pero también medidas de reforma ideológica más audaces que evidentemente no han sido seguidas, como abandonar la “política de la identidad” en cuanto seña de identidad de la izquierda liberal, o tratar los problemas de los blancos pobres.
Haidt: Globalistas Vs Nacionalistas
Jonathan Haidt (New York University), promotor de la “Universidad heterodoxa”, propone explicar el auge de Trump en términos de la contienda entre “Globalistas” y “Nacionalistas” –distinción que procede directamente del historiador Michael Lind.
El auge del nacionalismo en los países occidentales aparentemente contradice una tendencia secular que, seguida del desarrollo tecnológico y político de los últimos siglos, parece determinar el paso desde “valores tradicionales”, patrióticos, religiosos y de supervivencia colectiva hasta valores “secular-racionales”, de autoexpresión, emancipación individual y cosmopolitismo.
Contra los globalistas, los nacionalistas siguen considerando que el patriotismo es una virtud, y entienden que el deber de los ciudadanos de servir a su país es paralelo al deber de los gobiernos de proteger a su propia gente. Según Haidt se trata de “un verdadero compromiso moral, no una pose para encubrir un racismo fanático”. La gente no suele odiar a los demás simplemente porque tienen distintos colores de piel o diferentes formas de nariz, los sentimientos de desconfianza se despiertan más bien cuando se percibe en los otros una amenaza al orden de valores propio.
Haidt se basa en las ideas de Karen Stenner, autora de The authoritarian dynamic, un libro de 2005 en el que defiende que el autoritarismo como rasgo psicológico no es un rasgo estable. Se trata más bien de un rasgo latente que puede ser activado mediante determinadas “amenazas normativas” contra la integridad del orden moral: “Los autoritarios no son egoístas. Intentan proteger su grupo o sociedad”, un comentario consistente con planteamientos de los psicólogos evolucionistas (De Dreu, 2016), que subrayan que el comportamiento altruísta de los individuos pro-sociales en los grupos está motivado más por un aprecio (intuitivo) del propio grupo que por un odio hacia los de fuera.
De acuerdo con Haidt el resurgimiento del nacionalismo occidental obedece a una “amenaza normativa” que no ha sido moderada, sino estimulada por las decisiones recientes de las propias élites globalistas:
…cuando los globalistas proclaman “Abran las puertas. Es lo que conviene a la compasión. Si os oponéis sois racistas” ¿No estarían provocando la ira de gente por lo demás razonable? ¿No se estará provocando que sean más receptivos a argumentos, ideas y partidos políticos que oscilan hacia el lado antiliberal del nacionalismo, considerados un tabú sólo hace unos pocos años?
Haidt recomienda moderación y más tacto con los discrepantes –línea también subrayada por Lakoff– al fin y al cabo etiquetar constantemente como “racista” a la gente no es una de las mejores estrategias para reducir los prejuicios raciales, como demuestra la investigación empírica. A la vez que subraya el valor de defender y enseñar valores comunes, reconoce la necesidad de tener una vigilancia más cuidadosa hacia la medida en que la sociedad abre sus puertas a culturas capaces de despertar “amenazas normativas” que después explotarán los políticos nacionalistas.
Una actitud de reforma que se hace eco de palabras recientes de Donald Tusk, presidente del Consejo de Europa: “Obsesionados con la idea de una integración total e instantánea, no supimos darnos cuenta de que la gente común, los ciudadanos de Europa, no comparten nuestro Euro-entusiasmo”. El porvenir de proyectos que buscan maximizar la cooperación humana, como el europeo, acaso dependan de encontrar un balance más racional y ecuánime entre posiciones que ahora se deslizan peligrosamente hacia los extremos.
Aunque las palabras de Tusk suenen aquí pesimistas, es un ferviente defensor de la integración europea como queda de manifiesto en la reciente carta a todos los jefes de estado en la cumbre de Malta llamando a hacer Europa más fuerte ante el nuevo gobierno americano.
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