Tercera Cultura
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El cerebro a juicio

David Eagleman, The Atlantic, julio/agosto 2011

(Traducción: Verónica Puertollano)

El cerebro a juicioEl húmedo 1 de agosto de 1966, Charles Whitman tomó un ascensor al último piso de la torre de la Universidad de Texas en Austin. Tenía 25 años. Subió las escaleras hasta el mirador, cargando un baúl repleto de armas y munición. Arriba, mató a una recepcionista con la culata de su rifle. Aparecieron dos familias de turistas por el hueco de la escalera; les disparó a quemarropa. Después empezó a disparar indiscriminadamente desde arriba a las personas que estaban abajo. La primera mujer a la que disparó estaba embarazada. Cuando su novio se arrodilló para auxiliarla, Whitman le disparó también. Disparó a los peatones de la calle y a un conductor de ambulancia que había venido a rescatarlos.

La noche anterior, Whitman se había sentado a su máquina de escribir y redactado una nota de suicidio:

«No me entiendo a mí mismo estos días. Se supone que soy un joven medianamente razonable e inteligente. Sin embargo, últimamente (no logro recordar cuándo empezó) he sido víctima de muchos pensamientos extraños e irracionales.»

Para cuando la policía lo mató a tiros, Whitman había matado a 13 personas y herido a otras 32. La noticia de esta masacre copó los titulares del día siguiente. Y cuando la policía fue a su casa a investigar las pistas, la historia se volvió aún más extraña: en las primeras horas de la mañana del día del tiroteo, había asesinado a su madre y apuñalado a su mujer hasta la muerte mientras dormía.

«Fue después de pensarlo mucho que decidí matar a mi mujer, Kathy, esta noche… La quiero mucho y ha sido la buena mujer que cualquier hombre pudiera desear. No puedo señalar ninguna razón específica para hacer esto…»

Junto a la conmoción de los asesinatos se hallaba otra sorpresa, aún más oculta: la yuxtaposición de sus aberrantes actos con su anodina vida personal. Whitman era Scout Águila y ex marine, estudió ingeniería arquitectónica en la Universidad de Texas; trabajó brevemente como cajero de un banco y fue monitor voluntario en la V Tropa de los Boy Scouts de Austin. De niño, había obtenido 138 puntos en la escala de Stanford-Binet, situándose en el percentil 99. De modo que, tras su masacre desde la torre de la Universidad de Texas, todo el mundo quería respuestas.

En ese sentido, también las quería Whitman. En su nota de suicidio pedía que se le realizara una autopsia para determinar si había cambiado algo en su cerebro, porque lo sospechaba.

«Hablé una vez con un doctor durante dos horas y traté de trasladarle mis temores de sentirme [superado por] insoportables impulsos violentos. Después de la primera sesión nunca volví a ver al doctor, y desde entonces he estado luchando contra mi perturbación mental por mi cuenta, y parece ser que en vano.»

El cuerpo de Whitman fue trasladado al depósito, pasaron su cráneo bajo la sierra y el examinador médico extrajo el cerebro de su cavidad. Descubrió que el cerebro de Whitman albergaba un tumor del diámetro de una moneda de cinco centavos. Este tumor, llamado glioblastoma, se había extendido desde la parta baja de una estructura llamada tálamo, afectando al hipotálamo y comprimiendo una tercera región llamada amígdala. La amígdala está implicada en la regulación emocional, especialmente el miedo y la agresividad. A finales de 1800, los investigadores descubrieron que el daño de la amígdala podía producir perturbaciones emocionales y sociales. En los años 30, los investigadores Heinrich Klüver y Paul Bucy demostraron que el daño de la amígdala en los monos producía una serie de síntomas, incluyendo la ausencia de miedo, la atrofia emocional y la reacción desmesurada. Las monas hembras con daños en la amigdala tendían al abandono o al abuso físico de sus crías. En los humanos, la actividad en la amígdala aumenta cuando se les enseñan caras amenazantes, cuando son puestos en situaciones aterradoras o experimentan fobias sociales. La intuición de Whitman sobre sí mismo —que algo en su cerebro estaba modificando su comportamiento— daba en el clavo.

Las historias como la de Whitman no son poco comunes: afloran cada vez más las causas legales relacionadas con daños cerebrales. A medida que desarrollamos tecnologías mejores para explorar el cerebro, detectamos más problemas, y los vinculamos más fácilmente con la conducta aberrante. Véase el caso, en 2000, de un hombre de 40 años que llamaremos Álex, cuyas preferencias sexuales empezaron a transformarse de repente. Desarrolló un interés por la pornografía infantil, y no un mero interés, sino que era un interés irrefrenable. Se pasaba el tiempo en las webs y revistas de pornografía infantil. También solicitó una prostituta en una casa de masajes, algo que jamás había hecho antes. Dijo después que habría querido parar, pero que «el principio del placer» anulaba su contención. Trató de esconder sus actos, pero las sutiles insinuaciones sexuales hacia su hijastra prepúber alarmaron a su esposa, que pronto descubrió su colección de pornografía infantil. Le echaron de su casa, le hallaron culpable de abuso infantil y sentenciado a rehabilitación en vez de a prisión. En el programa de rehabilitación, se insinuó de manera impropia al personal y a otros clientes, y fue expulsado y enviado a prisión.

A la vez, Alex se quejaba de unos dolores de cabeza que iban a peor. La noche antes de que se le fuera a informar de su sentencia de cárcel, ya no podía aguantar más el dolor y se fue a la sala de emergencias. Se sometió a un escáner cerebral, que reveló un tumor masivo en el córtex orbitofrontal. Los cirujanos extirparon el turmor. El apetito sexual de Alex volvió a la normalidad.

Al año siguiente de su cirujía cerebral, su conducta pedofílica empezó a reaparecer. El neuroradiólogo descubrió que no se había detectado una parte del tumor en la operación y que estaba volviendo a crecer, y Alex volvió a pasar por el bisturí. Tras extirparle el resto del tumor, su conducta volvió a ser normal.

Cuando cambia tu biología, también pueden cambiar tus deseos y las decisiones que tomas. Los impulsos que das por supuestos («Soy heterosexual/homosexual», «Me atraen los niños/adultos», «Soy agresivo/no lo soy», etc.) dependen de intrincados detalles de tu maquinaria neuronal. Aunque se considera que actuar sobre tales impulsos es una libre elección, el examen más superficial de las pruebas demuestra los límites de esa hipótesis.

La repentina pedofilia de Alex demuestra que los impulsos y deseos ocultos pueden permanecer escondidos tras la maquinaria neuronal de la socialización. Cuando los lóbulos frontales están afectados, la gente se vuelve deshinibida, y pueden surgir sorprendentes conductas. La deshinibición se ve comúnmente en pacientes con demencia frontotemporal, una trágica enfermedad que produce una degeneración de los lóbulos frontales y temporales. Con la pérdida del tejido cerebral, los pacientes pierden la capacidad de controlar sus impulsos ocultos. Para frustración de sus seres queridos, estos pacientes violan las normas sociales de infinitas maneras: robar en las tiendas delante de los encargados, quitarse la ropa en público, saltarse señales de stop, ponerse a cantar en momentos inoportunos, comer restos de basura de los contenedores públicos o ser físicamente agresivos o sexualmente transgresores. Los pacientes con demencia frontotemporal suelen acabar en los juzgados, donde sus abogados, médicos e hijos mayores avergonzados deben explicar al juez que la violación no fue culpa de quien la perpetró, exactamente: ha degenerado gran parte del cerebro, y la medicina no ofrece remedios. El 57% de los pacientes con demencia frontotemporal violan las normas sociales, frente a solo el 27% de los pacientes de Alzheimer.

Los cambios en el equilibrio químico cerebral, incluso los más leves, pueden provocar grandes e inesperados cambios de conducta. Las víctimas del Parkinson ofrecen un ejemplo. En 2001, los familiares y cuidadores de los pacientes de Parkinson comenzaron a notar algo raro. Cuando se les daba a los pacientes un medicamento llamado pramipexol, algunos se convirtieron en jugadores de azar. Y no jugadores ocasionales, sino jugadores patológicos. Estas eran personas que nunca habían jugado, y que ahora volaban a Las Vegas. Un hombre de 68 años tuvo pérdidas de más de 200.000 dólares en seis meses en una serie de casinos. Algunos pacientes se vieron consumidos por el poker en internet, acumulando impagables facturas de tarjetas de crédito. Para algunos, la nueva adicción sobrepasó los juegos de azar, y llegaron a las comidas compulsivas, el consumo excesivo de alcohol y la hipersexualidad.

¿Qué estaba ocurriendo? El Parkinson supone la pérdida de las células cerebrales que producen un neurotransmisor llamado dopamina. El pramipexol actúa suplantando la dopamina. Pero resulta que la dopamina tiene un doble cometido en el cerebro. Además de su función en los controles motores, también media en los sistemas de recompensa, guiando a una persona hacia la comida, la bebida, las relaciones y otras cosas útiles para la supervivencia. Debido a esa función de la dopamina de sopesar los costes y beneficios de las decisiones, los desequilibrios en sus niveles pueden disparar el juego, los excesos de comida y la adicción a las drogas: conductas que son resultado de un sistema de recompensas averiado. Los médicos estudian ahora estos cambios de conducta como posibles efectos secundarios de medicamentos como el pramipexol. Afortunadamente, los efectos negativos del medicamento son reversibles: los médicos bajaron la dosis y se acabó el juego compulsivo.

La lección de todas estas historias es la misma: la conducta humana no puede separarse de la biología humana. Si preferimos creer que las personas toman decisiones libres respecto a su conducta («Yo no juego, porque tengo mucha fuerza de voluntad»), los casos como el del Alex pedófilo, los frontotemporales que roban en las tiendas y los enfermos de Parkinson que juegan deberían animarnos a examinar más atentamente nuestros puntos de vista. Puede que no todo el mundo sea igual de «libre» para tomar decisiones socialmente adecuadas. ¿Modifica el descubrimiento del tumor cerebral de Charles Whitman sus sentimientos sobre los asesinatos sin sentido que cometió? ¿Afecta a la sentencia que consideraría apropiada para él, de haber sobrevivido aquel día? ¿Cambia el tumor el grado hasta el cual considera que «tiene la culpa» de sus asesinatos? ¿No podría tener usted tan fácilmente la suficiente mala suerte de desarrollar un tumor y perder el control de su comportamiento?

Por otro lado, ¿no sería peligroso sacar la conclusión de que las personas con un tumor están libres de culpa, y que se les debería dejar indemnes por sus crímenes?

A medida que mejora nuestra comprensión del cerebro humano, los juristas se ven cada vez más desafiados con este tipo de preguntas.  Cuando un criminal, hoy, se pone ante el estrado del juez, el sistema legal quiere saber si él es culpable. ¿Fue su culpa, o culpa de su biología? Yo sostengo que es la pregunta equivocada. Las elecciones que hacemos están inseparablemente unidas a nuestros circuitos neuronales, y por tanto no tenemos ningún modo significativo de separar ambas cosas. Cuanto más aprendemos, más complejo se vuelve el aparentemente sencillo concepto de culpabilidad, y más se debilitan los fundamentos de nuestro sistema legal.

Si parece que me dirijo hacia una dirección incómoda —dejar a los criminales indemnes— por favor, siga leyendo, porque voy a demostrar la lógica de un nuevo argumento, por partes.

El resultado es que podemos construir un sistema legal informado más profundamente por la ciencia, donde seguiremos sacando a los criminales de las calles pero adaptando las sentencias, impulsaremos nuevas oportunidades para la rehabilitación, y estructuraremos mejores incentivos para la buena conducta. Los descubrimientos de la neurociencia indican un nuevo camino hacia delante para la ley y el orden —uno que conducirá a un sistema más rentable, humano y flexible del que tenemos hoy—. Con la ciencia del cerebro moderna claramente establecida, es difícil justificar que nuestro sistema legal pueda seguir funcionando sin tener en cuenta lo que hemos aprendido.

A muchos de nosotros nos gusta creer que todos los adultos poseen la misma capacidad de tomar decisiones justas. Es una idea benévola, pero demostrablemente errónea. Los cerebros de las personas son sumamente diferentes. Quien tendrás la posibilidad de ser empieza incluso en la concepción. Si crees que los genes no afectan a cómo se comporta la gente, considérese este dato: si usted es portador de un determinado conjunto de genes, la probabilidad de que cometa un crimen es cuatro veces superior a la que tendría de carecer de estos genes. Es tres veces más probable que cometa robo, cinco veces más que cometa delitos de agresión, ocho veces más de ser detenido por asesinato, y trece veces más de ser arrestado por ataque sexual. La abrumadora mayoría de los presos portan estos genes; el 98.1% de los internos condenados a muerte también. Estas estadísticas indican por sí mismas que no podemos presumir que cualquiera viene igualmente equipado en términos de impulsos y conductas.

Y esto proporciona una lección mayor de biología: nosotros no somos los que manejamos el barco de nuestra conducta, al menos, mucho menos de lo que nos pensamos. Quiénes somos se ejecuta muy por debajo de la superficie de nuestro acceso consciente, y los datos se remontan a antes de nuestro nacimiento, cuando la unión de un espermatozoide y un óvulo nos garantizan ciertos atributos en vez de otros. Quiénes podemos ser empieza en nuestros planes moleculares —una serie de extraños códigos escritos en cadenas invisibles de ácidos—  mucho antes de que tengamos nada que ver con ello. Cada uno de nosotros es, en parte, un producto de nuestra historia inaccesible, microscópica. Por cierto, en lo que respecta a ese peligroso conjunto de genes, es probable que haya oído hablar de ellos. Se resumen como el cromosoma Y. Si es usted portador, le llamaremos varón.

Los genes son parte de la historia, pero no son toda la historia. Estamos igualmente influenciados por el entorno en el que crecemos. El abuso de sustancias por parte de la madre durante el embarazo, el estrés maternal y el bajo peso al nacer pueden influir en cómo ese bebé se convierte en adulto. Mientras un niño crece, el abandono, el maltrato físico, y los traumatismos craneales pueden impedir el desarrollo mental, igual que el entorno físico. (Por ejemplo, el gran movimiento de la salud pública para eliminar la pintura a base de plomo surgió de saber que la ingesta de plomo podía causar daños cerebrales, haciendo a los niños menos inteligentes y, en algunos casos, más impulsivos y agresivos). Y cada experiencia a lo largo de nuestras vidas puede modificar la expresión genética —activando ciertos genes o desconectando otros— que a su vez puede dar lugar a nuevas conductas. De este modo, los genes y los entornos se entrecruzan.

Cuando se habla de nature y nurture, lo importante es que no escojamos ninguna. Todos estamos construidos a partir de un patrón genético, y luego nacemos en un mundo de circunstancias que no podemos controlar en nuestros años principales de formación. Las complejas interacciones de los genes y el entorno significan que todos los ciudadanos —iguales ante la ley— tienen perspectivas distintas, personalidades distintas, y distinta capacidad para tomar decisiones. Los patrones únicos de neurobiología en el interior de cada una de nuestras cabezas no pueden calificarse de elecciones: son las cartas que nos ha tocado jugar.

Como no elegimos los factores que afectaron a la formación y la estructura de nuestro cerebro, a los conceptos de libre albedrío y responsabilidad personal les empiezan a brotar signos de interrogación. ¿Tiene sentido decir que Alex tomó malas decisiones, aunque no tuviera la culpa de su tumor cerebral? ¿Es justificable decir que los pacientes con demencia frontotemporal o de Parkinson deberían ser castigados por su mala conducta? Es problemático ponerse en la piel de otra persona que infringe la la ley, y concluir: «Bien, yo no lo habría hecho», porque si usted no se ha visto expuesto a la cocaína en el útero, envenenado con plomo y maltratado físicamente, y él sí, entonces él y usted no son directamente comparables. No puede dar ni un paso en su pellejo.

El sistema legal se basa en la hipótesis de que somos «razonadores prácticos», un término técnico que presume, en el fondo, la existencia del libre albedrío. La idea es que hacemos uso de la deliberación consciente cuando decidimos cómo actuar, es decir, que en la ausencia de coacción externa, tomamos decisiones libremente. Este concepto del razonador práctico es intuitivo, pero problemático.

La existencia del libre albedrío en la conducta humana es sujeto de un antiguo debate. Los argumentos a favor del libre albedrío se basan típicamente en la experiencia subjetiva directa («Siento que he tomado la decisión de levantar el dedo justo ahora»). Pero evaluar el libre albedrío requiere de ciertos matices más allá de nuestras intuiciones inmediatas. La decisión de moverse, o hablar. Parece como si el libre albedrío te llevara a sacar la lengua, o arrugar la cara, o decir el nombre de alguien. Pero el libre albedrío no necesita desempeñar ningún papel en estos actos. Las personas con síndrome de Tourette, por ejemplo, sufren movimientos y vocalizaciones involuntarias. Alguien con un caso típico de Tourette podría sacar la lengua, arrugar la cara o decir el nombre de alguien; todo eso sin haberlo elegido.

Aprendemos inmediatamente dos lecciones del paciente con Tourette. Primero, que las acciones pueden producirse en la ausencia de libre albedrío. Segundo, que el paciente con Tourette no tiene libre negativa. No puede usar el libre albedrío para anular o controlar lo que las partes subconscientes de su cerebro han decidido hacer. Lo que la ausencia de libre albedrío y la ausencia de libre negativa tienen en común es que no son «libres». El síndrome de Tourette plantea un caso en el que la maquinaria neuronal subyacente hace lo suyo, y todos estamos de acuerdo en que la persona no es responsable.

Este mismo fenómeno se da en personas con una enfermedad conocida como corea, por la cual los acciones de las manos, los brazos, las piernas y la cara son involuntarias, a pesar de parecer ciertamente voluntarias: pregúntele a una paciente así por qué mueve los dedos arriba y abajo, y ella explicará que no tiene control sobre su mano. No puede no hacerlo. De modo similar, algunos pacientes con el cerebro dividido (que tienen los dos hemisferios cerebrales quirúrgicamente desconectados) desarrollan el síndrome de la mano ajena: mientras una mano abrocha la camisa, la otra hace por desabrocharla. Cuando una mano alcanza un lápiz, la otra lo aparta. No importa lo mucho que lo intente el paciente, no puede hacer que su mano ajena no haga lo que está haciendo. Los movimientos no son «suyos» por lo que no puede iniciarlos o detenerlos libremente.

Las acciones inconscientes no se limitan a los gritos involuntarios o las manos díscolas: pueden ser soprendentemente sofisticadas. El caso de Kenneth Parks, un canadiense de 23 años con esposa e hija de 5 meses, con una estrecha relación con sus suegros (su suegra lo describió como un «gigante amable»). Atravesando dificultades económicas, problemas maritales y una adicción al juego, hizo planes para ir a ver a sus suegros para hablarles de sus problemas.

En la madrugada del 23 de mayo de 1987, Kenneth se levantó del sofá en el que se había quedado dormido, pero no se despertó. Sonámbulo, se montó en su coche y condujo los 23 kilómetros que distan de la casa de sus suegros. Entró en la casa y mató a su suegra a puñaladas y atacó a su suegro, que sobrevivió. Después, se dirigió él mismo a la comisaría. Una vez allí, dijo: «Creo que he matado a algunas personas… mis manos», dándose cuenta por primera vez de que sus manos tenían graves cortes. A lo largo del año siguiente, el testimonio de Kenneth fue notablemente coherente, incluso ante los intentos de engañarle: no recordaba nada del incidente. Es más, mientras que todas las partes estaban de acuerdo en que Kenneth había cometido indudablemente el crimen, también estaban de acuerdo en que no tenía móvil. Su abogado alegó que este era un caso de lo que se conoce como sonambulismo homicida.

Aunque los críticos gritaran «¡Impostor!», el sonambulismo es un fenómeno verificable. El 25 de mayo de 1988, tras un largo estudio de los registros eléctricos del cerebro de Kenneth, el jurado concluyó que sus actos habían sido efectivamente involuntarios, y lo declararon no culpable.

Como los enfermos de Tourette, los pacientes con el cerebro dividido y aquellos con movimientos coreicos, el caso de Kenneth ilustra cómo  pueden tener lugar conductas de alto nivel en ausencia de libre albedrío. Igual que los latidos del corazón, la respiración, el parpadeo y tragar, también la maquinaria mental puede funcionar con piloto automático. El quid de la cuestión es si todos tus actos se producen fundamentalmente con piloto automático o si alguna pequeña parte de ti es «libre» para elegir, independientemente de los dictados biológicos.

Este ha sido siempre el escollo para los filósofos y científicos. Al cabo, no existe ningún punto en el cerebro que no esté densamente interconectado con —y accionado por— otras partes del cerebro. Y eso sugiere que ninguna parte es independiente ni por lo tanto «libre». En la ciencia moderna, es difícil encontrar el hueco por el que pasar el libre albedrío —el creador primario— porque parece no haber parte de la maquinaria que no siga una relación causal de las otras partes.

El libre albedrío podría existir (podría estar simplemente más allá de nuestra ciencia actual), pero una cosa parece clara: si existe el libre albedrío, tiene poco sitio para operar. En el mejor de los casos, podría ser un pequeño factor funcionando por encima de las inmensas redes neuronales moldeadas por los genes y el entorno. De hecho, el libre albedrío podría resultar siendo tan pequeño que acabaremos pensando sobre las malas decisiones de la misma forma en que pensamos sobre cualquier proceso físico, como la diabetes o las enfermedades pulmonares.

El estudio del cerebro y la conducta está en medio de un cambio conceptual. Históricamente, los médicos y los abogados han estado de acuerdo sobre la distinción intuitiva entre trastornos neurológicos («problemas cerebrales») y trastornos psiquiátricos («problemas mentales»). Hace tan solo un siglo, era común hacer que los pacientes de psiquiatría «se fortalecieran» mediante la privación, las plegarias o la tortura. No es de extrañar que este enfoque resultase médicamente infructuoso. Al cabo, aunque los trastornos psiquiátricos tienden a ser el producto de patologías cerebrales más sutiles, estos, también, están basados en los datos biológicos del cerebro.

¿Cómo se explica el cambio de la culpa a la biología? Tal vez el principal motor es la efectividad de los tratamientos farmacológicos. Ninguna cantidad de amenazas puede ahuyentar la depresión, pero una pequeña píldora llamada fluoxetina puede resolver el problema. Los síntomas esquizofrénicos no puede resolverlos el exorcismo, pero pueden ser controlados con risperodina. La manía no responde a las palabras o al ostracismo, pero sí al litio. Estos éxitos, muchos de ellos introducidos en los últimos 60 años, han puesto de relieve la idea de que llamar a algunos trastornos «problemas cerebrales», mientras se consignan otros al inefable ámbito de la «psique», no tiene ningún sentido. En vez de eso, hemos empezado a tratar los problemas mentales de la misma manera que tratamos una pierna rota. El neurocientífico Robert Sapolsky nos invita a contemplar este cambio conceptual con una serie de preguntas:

«¿Se trata de una persona querida, sumida en una depresión tan aguda que no puede funcionar, un caso de enfermedad cuya base bioquímica es tan «real» como la bioquímica de, pongamos, la diabetes, o simplemente está siendo autoindulgente? ¿Se trata de un niño rindiendo mal en la escuela porque está desmotivado o es lento, o porque hay una incapacidad para aprender con base neurológica? ¿Se trata de un amigo al filo de un grave problema con el abuso de drogas, mostrando una simple falta de disciplina, o tiene problemas con la neuroquímica de la recompensa?».

Los actos no pueden ser entendidos separadamente de la biología de los actores, y su reconocimiento tiene implicaciones legales. Tom Bingham, ex Presidente de la Corte Suprema de Justicia, lo dijo así una vez:

«En el pasado, la ley ha tendido a basar su enfoque… en una serie de hipótesis de trabajo bastante rudimentarias: los adultos con una  capacidad mental competente son libres de elegir si actuarán de una u otra forma; se presume que actúan racionalmente, y en lo que ellos conciben como sus mejores intereses. Se les atribuye tal previsión de las consecuencias de sus actos como cabría esperar comúnmente de las personas razonables en su posición. Generalmente se les supone que lo que dicen tiene un sentido.

Al margen de los méritos o deméritos de hipótesis de trabajo como estas en el rango común de casos, es evidente que no proveen una guía uniformemente adecuada para la conducta humana».

A medida que vamos descubriendo sobre los circuitos neuronales, nos alejamos de las acusaciones de autoindulgencia, de falta de motivación y de pobre rendimiento hacia los datos de la biología. El paso de la culpa a la ciencia refleja nuestra comprensión moderna de que nuestras percepciones y conductas son dirigidas por programas neuronales profundamente insertos.

Imaginemos un espectro de cupabilidad. En un extremo, encontraríamos a personas como Alex el pedófilo, o a un paciente con demencia frontotemporal que se exhibe en público. A ojos del juez y del jurado, estas son personas que han sufrido daños cerebrales en manos del destino y que no eligieron su circunstancia neuronal. En el otro extremo del espectro —el lado culpable de la raya de la «culpa»— encontramos al delincuente común, cuyo cerebro está poco estudiado, y sobre el cual poco podría decir de todos modos nuestra tecnología actual. La abrumadora mayoría de los delincuentes están en este lado de la raya, porque no tienen ningún problema biológico obvio, medible. Simplemente se les considera actores que eligen libremente.

Dicho espectro refleja la intuición común que los jurados tienen respecto a la culpabilidad. Pero existe un profundo problema con esta intuición. La tecnología seguirá desarrollándose, y a medida que midamos mejor los problemas en cerebro, la raya de la culpa entrará en el territorio de las personas que actualmente tenemos por plenamente responsables de sus crímenes. Los problemas que ahora son opacos se abrirán al estudio mediante nuevas técnicas, y tal vez algún día descubramos que muchos tipos de mala conducta tienen una explicación biológica básica, como ha sucedido con la esquizofrenia, la epilepsia, la depresión y la manía.

Hoy, la neuroimagen es una tecnología muy rudimentaria, incapaz de explicar los detalles de la conducta individual. Podemos detectar únicamente problemas a gran escala, pero en las próximas décadas, seremos capaces de detectar patrones a niveles inimaginablemente pequeños de la microcircuitería relacionada con los problemas de la conducta. La neurociencia será más capaz de decir por qué las personas están predispuestas a actuar del modo en que lo hacen.

A medida que vayamos siendo más hábiles especificando los resultados de la conducta a partir de los datos microscópicos del cerebro, más abogados defensores apuntarán a los atenuantes biológicos de la culpa, y más jurados pondrán a los acusados en el lado de la raya de la no culpabilidad.

Esto nos pone en una extraña situación. Después de todo, un sistema legal justo no puede definir la culpabilidad simplemente por las limitaciones de nuestra tecnología actual. Los testimonios periciales médicos, por lo general, solo reflejan si tenemos siquiera nombres y medidas para un problema, no si existe un problema. Un sistema legal que declara a una persona culpable al principio de una década y no culpable al final, es un sistema en el que la culpabilidad no comporta un significado claro.

El quid del problema es que ya no tiene sentido preguntar: «¿Hasta qué punto fue su biología, y hasta qué punto fue él?», porque ahora sabemos que no existe ninguna distinción significativa entre la biología de una persona y su toma de decisiones. Son inseparables.

Mientras nuesto tipo actual de castigo se apoya en la base de la voluntad personal y la culpa, nuestra comprensión moderna del cerebro sugiere un enfoque distinto. La culpabilidad debería ser suprimida del argot judicial. Es un concepto retrógrado que requiere la tarea imposible de desentrañar la red desesperadamente compleja de genética y entorno que construye la trayectoria de una vida humana.

En vez de discutir la culpabilidad, deberíamos centrarnos en qué hacer,  avanzando, con un acusado de delincuencia. Yo sostengo que el sistema legaltiene que mirar hacia el futuro, fundamentalmente porque ya no puede esperar a hacer otra cosa. Dado que la ciencia complica la cuestión de la culpabilidad, nuestro sistema legal y nuestra política social tendrán que girar hacia un conjunto distinto de preguntas: ¿Cómo es probable que se comporte una persona en el futuro? ¿Tienden los actos criminales a repetirse? ¿Puede ser esta persona ayudada para la conducta prosocial? ¿Cómo pueden estructurarse los incentivos de manera realista para disuadir el crimen?

El cambio importante se producirá en la manera de responder al inmenso rango de actos delictivos. La explicación biológica no exculpará a los criminales, seguiremos sacando de las calles a los delincuentes que resulten demasiado agresivos, con déficit de empatía y que controlen mal sus impulsos. Consideremos, por ejemplo, que la mayoría de los asesinos en serie conocidos sufrieron abusos de pequeños. ¿Les hace esto menos culpables? ¿A quién le importa? Es la pregunta equivocada. Saber que sufrieron abusos nos anima a apoyar los programas sociales para prevenir el abuso infantil, pero no cambia en nada la forma en que afrontamos con el asesino en serie particular que está ante el estrado. Necesitamos seguir manteniéndolos fuera de las calles, al margen de sus desgracias pasadas. El abuso infantil no puede servir de excusa para dejarles marchar; el juez debe mantener la seguridad de la sociedad.

Aquellos que vulneran contratos sociales deben ser confinados, pero en este marco de trabajo, el futuro es más importante que el pasado. Un estudio biológico en profundidad de la conducta fomentará una mejor comprensión de la reincidencia —y esto ofrece la base para una sentencia apoyada empíricamente. Algunas personas tendrán que estar fuera de las calles durante más tiempo (incluso toda la vida), porque su probabilidad de reincidir es alta. Otros, a causa de las diferencias en la constitución neuronal, tienen menos probabilidades de reincidir, y por tanto pueden ser liberados antes.

La ley ya mira hacia delante en algunos aspectos: por ejemplo la indulgencia concedida a un crimen pasional frente a un asesinato premeditado. Es menos probable que reincidan quienes cometen el primero que quienes cometen el segundo, y sus sentencias lo reflejan de manera sensata. Asimismo, la ley americana traza una línea inequívoca entre los actos criminales cometidos por menores y los actos cometidos por adultos, castigando más severamente a los últimos. Este enfoque puede ser duro, pero la intuición que hay detrás es sensata: los adolescentes tienen menos habilidad para la toma de decisiones y el control de los impulsos que los adultos. El cerebro de un adolescente no es como el cerebro de un adulto. Las sentencias más leves son adecuadas para aquellos cuyos impulsos es probable que mejoren de forma natural cuando la adolescencia da paso a la edad adulta.

Aplicar un enfoque más científico a las sentencias, caso por caso, podría llevarnos más allá de estos ejemplos limitados. Por ejemplo, se están produciendo cambios importantes en las sentencias de los agresores sexuales. Antes, los investigadores les preguntaban a los psiquiatras y los miembros de las juntas de libertad condicional qué probabilidad tenían específicamente los agresores sexuales de recaer cuando salieran de prisión. Ambos grupos experimentaron con agresores, así que predecir quién estaba bien y quién iba a volver parecía sencillo. Pero, sorprendentemente, las estimaciones expertas apenas guardaban relación con los resultados reales. Los psiquiatras y los miembros de la junta de libertad provisional tuvieron una precisión predictiva solo ligeramente superior a la del que lanza una moneda al aire. Esto dejó atónita a la comunidad jurídica.

De modo que los investigadores probaron un enfoque más actuarial. Decidieron registrar decenas de características de unos 23.000 delincuentes sexuales en libertad: si el agresor había tenido inestabilidad de empleo, si había sufrido abuso sexual de niño, si era adicto a las drogas, si mostraba remordimientos, si tenía intereses sexuales anormales, etc. Los investigadores siguieron después a los delincuentes durante una media de cinco años tras su excarcelación para ver quién terminaba otra vez en la cárcel. Al final del estudio, calcularon qué factores explicaban mejor las tasas de reincidencia, y a partir de estos datos y otros posteriores fueron capaces de construir tablas actuariales que pudieran utilizarse en las sentencias.

¿Qué factores eran importantes? Pongamos el escaso remordimiento, la negación del delito y el abuso infantil. Cabría figurarse que estos factores se corresponderían con la reincidencia de los agresores sexuales. Pero sería un error: estos factores no tienen poder predictivo. ¿Y el trastorno antisocial de la personalidad y no lograr completar el tratamiento? Esto ofrece un cierto poder más predictivo. Pero entre los predictores más decisivos de reincidencia están los delitos sexuales previos y el interés sexual por los niños. Cuando comparas el poder predictivo del enfoque actuarial con el de las juntas de la provisional y los psiquiatras, no hay duda: los números derrotan a la intuición. En los juzgados de todo el país, estas pruebas actuariales se usan ahora para presentenciar o modular la duración de las penas.

Nunca sabremos con certeza qué hará alguien en el momento de salir de la cárcel, porque la vida real es complicada. Pero en los números se esconde un mayor poder predictivo del que la gente suele generalmente esperar. Las sentencias basadas en la estadística son imperfectas, sin embargo permiten que las pruebas triunfen sobre la intuición popular, y ofrece una adaptación en lugar de las categóricas guías que emplea típicamente el sistema legal. Los actuales enfoques actuariales no requieren una comprensión profunda de los genes o la química cerebral, pero a medida que introducimos más ciencia en estas medidas —por ejemplo con los estudios de neuroimagen— el poder predictivo solo podrá ir a mejor. (Para hacer blindar dicho sistema a los abusos del gobierno, los datos y ecuaciones que componen las guías de sentencia deben ser transparentes y accesibles online para quien quiera verificarlas).

Más allá de adaptar las sentencias, un sistema legal progresista informado por los estudios científicos del cerebro nos permitirá dejar de considerar la prisión como una solución válida para todo. Para hablar claro, no estoy en contra de la encarcelación, y su propósito no se limita a apartar a la gente peligrosa de las calles. La posibilidad de ir a la cárcel evita muchos delitos, y el tiempo pasado en prisión puede apartar a algunas personas de los actos criminales cuando salgan. Pero eso solo sirve para los cerebros que funcionan normalmente. El problema es que las cárceles se han convertido de facto en nuestras instituciones de atención a la salud mental, e infligir un castigo sobre los enfermos mentales suele tener poco efecto en su futura conducta. Una alentadora tendencia es el establecimiento de tribunales de salud mental por todo el país: mediante dichos tribunales, las personas con enfermedades mentales pueden recibir ayuda en vez de ser confinadas en un entorno a medida. Ciudades como Richmond (Virginia) se están moviendo en esta dirección, por razones de justicia así como de rentabilidad. El Sheriff C.T. Woody, que estima que casi el 20% de los presos de Richmond son enfermos mentales, le dijo a CBS News: «La cárcel no es un lugar para ellos. Deberían estar en un centro de salud mental». Similarmente, muchas jurisdicciones están abriendo tribunales de drogas y desarrollando sentencias alternativas. Se han dado cuenta de que las cárceles no son tan útiles para curar las adicciones como los programas específicos de rehabilitación de las drogas.

Un sistema legal progresista también transformará comprensión biológica en rehabilitación adaptada, viendo la conducta delictiva del modo en que entendemos otras enfermedades como la epilepsia, la esquizofrenia o la depresión, enfermedades que ahora permiten buscar y ofrecer ayuda. Estos y otros trastornos cerebrales se encuentran en el lado de la no culpabilidad de la raya, donde ahora son reconocidos como problemas biológicos, no demoníacos.

Muchas personas reconocen la rentabilidad a largo plazo de rehabilitar a los agresores en vez de apiñarlos en cárceles abarrotadas. El reto ha sido la falta de nuevas ideas sobre cómo rehabilitarlos. Una mejor comprensión del cerebro ofrece nuevas ideas. Por ejemplo, la falta de control es una característica de muchos presos. Estas personas pueden generalmente expresar la diferencia entre las buenas y malas acciones, y entienden las desventajas del castigo, pero están discapacitadas por la falta de control sobre sus impulsos. Ya sean fruto de la ira o la tentación, sus actos anulan la consideración razonada del futuro.

Si parece difícil empatizar con las personas que tienen problemas de autocontrol, solo hay que pensar en todas las cosas a las que sucumbes contra tu buen juicio. ¿Alcohol? ¿Pastel de chocolate? ¿Televisión? No es que no sepamos qué es lo mejor para nosotros, es que simplemente los circuitos del lóbulo frontal que representan las consideraciones a largo plazo no siempre pueden vencer sobre el deseo a corto plazo cuando tenemos la tentación delante.

Con este conocimiento de la mente, podemos modificar el sistema judicial de distintas maneras. Una, defendida por Mark A. R. Kleiman, profesor de política pública en la UCLA, es mejorar la certeza y la rapidez del castigo, por ejemplo, exigiendo a los delincuentes drogadictos que se sometan dos veces por semana a un test de drogas, con consecuencias inmediatas y automáticas si no lo superan, no basándose solo en una abstracción lejana. De forma similar, los economistas han sugerido que el descenso del crimen desde principios de los 90 se debe a, en parte, el incremento de la presencia policial en las calles: su visibilidad refuerza el apoyo a las partes del cerebro que sopesan las consecuencias a largo plazo.

Quizá estemos en la cúspide de encontrar nuevas estrategias rehabilitadoras también, permitiendo a las personas un mejor control de su conducta aun en la ausencia de autoridad externa. Para ayudar a un ciudadano a reinsertarse en la sociedad, el objetivo es cambiarlo lo menos posible mientras se guía su conducta de acuerdo a las necesidades de la sociedad. Mis colegas y yo estamos planteando un nuevo enfoque, que surge del entendimiento de que el cerebro opera como un equipo de rivales, con diferentes poblaciones neuronales que compiten por controlar el único canal de salida de la conducta. Como es una competición, el resultado puede dar un vuelco. Yo lo llamo el enfoque del «entrenamiento prefrontal».

La idea básica es que los lóbulos frontales puedan suprimir los circuitos cerebrales de corto plazo. Con este fin, mis colegas Stephen LaConte y Pearl Chiu han comenzado a dar feedback, en tiempo real, a personas a las que se les escanean sus cerebros. Imagine que usted quiere dejar de fumar. En este experimento, usted ve imágenes de cigarrillos mientras los doctores observan qué regiones están involucradas en su deseo. Luego le muestran la actividad de esas redes, representadas por una barra vertical en una pantalla de ordenador, mientras usted ve más imágenes de cigarrillos. La barra actúa como un termómetro de su deseo: si su deseo es alto, la barra es alta; si usted está suprimiendo el deseo, la barra es baja. Su tarea es hacer que baje. Quizás intuye qué hacer para resistir el deseo; quizás el mecanismo es inaccesible. En todo caso, usted recorrerá distintos caminos mentales hasta que la barra comience a bajar lentamente. Cuando baja del todo, significa que ha reclutado al lóbulo frontal para apagar la actividad en las redes involucradas en el deseo impulsivo. La meta es que el largo plazo triunfe sobre el corto. Sigue viendo cigarrillos, y usted logra que la barra baje una y otra vez, hasta que ha fortalecido los circuitos frontales. Con este método, usted es capaz de visualizar la actividad en partes de su cerebro que necesitan modulación, y puede ser testigo de los efectos de los diferentes enfoques mentales que podría adoptar.

Si esto suena a biofeedback de los 70, lo es, pero con una sofisticación mucho mayor, que permite monitorear redes específicas del interior de la cabeza, en lugar de colocar un electrodo en la piel. Esta investigación acaba de comenzar, de modo que su eficacia aún no se conoce, pero si funciona implicará un gran cambio. Podremos llevarla a la población penal, especialmente a quienes serán próximamente liberados, para evitar que vuelvan a atravesar las puertas giratorias de la prisión.

Este entrenamiento prefrontal está diseñado para equilibrar mejor la discusión entre las partes de largo y corto plazo del cerebro, brindando la opción de reflexionar antes de actuar a quienes carecen de ella. No es más que madurar. La principal diferencia entre un cerebro adolescente y uno adulto es el desarrollo de los lóbulos frontales. La corteza prefrontal humana no se desarrolla completamente hasta los 20 años, y este hecho es el que está detrás del comportamiento impulsivo de los adolescentes. A los lóbulos frontales se les llama a veces el órgano de la socialización, porque socializarse implica en gran parte desarrollar los circuitos para suprimir los primeros impulsos.

Esto explica por qué el daño de los lóbulos frontales desenmascara comportamientos no socializados, que nunca habríamos pensado hallar en nuestro interior. Recuérdese a los pacientes con demencia frontotemporal que roban en tiendas, se exhiben y se ponen a cantar en momentos inapropiados. El mismo tipo de desenmascaramiento funciona en las personas que salen y se emborrachan hasta decir basta: desinhiben la función normal de los lóbulos frontales y dejan que las redes más impulsivas tomen el control. Después de entrenar en el gimnasio prefrontal, una persona puede seguir ansiando un cigarrillo, pero sabrá cómo vencer el deseo, en vez de dejarse vencer por éste. No es que no queramos disfrutar de nuestros pensamientos impulsivos (Mmm, pastel), es que queremos dotar a la corteza frontal con algo de control sobre si debemos actuar sobre ellos (¡Paso!). De modo similar, si una persona piensa en cometer un acto criminal, eso será permisible mientras no llegue a actuar.

En cuanto al pedófilo, no podemos esperar controlar que se sienta atraído por un niño. Que él no actúe nunca sobre esa atracción podría ser lo mejor que podemos esperar, especialmente como sociedad que respeta los derechos individuales y la libertad de pensamiento. La política social solo puede esperar prevenir que los pensamientos impulsivos se transformen en una conducta irreflexiva. El objetivo es dar más control a la población neuronal que cuida de las consecuencias a largo plazo, para inhibir la impulsividad y alentar a la reflexión. Si una persona piensa sobre las consecuencias a largo plazo y aún decide seguir adelante con un acto ilegal, entonces responderemos en concordancia. El entrenamiento prefrontal deja el cerebro intacto —ni medicinas ni cirugía— y usa los mecanismos naturales de la plasticidad neuronal para ayudar al cerebro a ayudarse a sí mismo. Es un ajuste, en vez de la retirada del producto.

Esperamos que este enfoque represente el modelo correcto: se basa simultáneamente en la biología y la ética libertaria, permitiendo que una persona se ayude a sí misma mejorando su toma de decisiones a largo plazo. Como cualquier intento científico, podría fallar por una serie de razones imprevistas, pero al menos hemos alcanzado un punto en el que podemos desarrollar nuevas ideas en vez de asumir que el encarcelamiento constante es la única solución práctica para disuadir del crimen.

Junto a cualquier eje que usemos para medir a los seres humanos, descubrimos una distribución de amplio rango, sea en empatía, inteligencia, control de los impulsos o agresividad. La gente no ha sido creada igual. Aunque suele pensarse que es mejor barrer esta variabilidad bajo la alfombra, es de hecho el motor de la evolución. En cada generación, la naturaleza pone a prueba tantas variedades como pueda producir, a lo largo de todas las dimensiones disponibles. La variación da lugar a sociedades exuberantemente diversas, pero es una fuente de problemas para el sistema legal, en su mayor parte construido en la premisa de que los hombres son todos iguales ante la ley. Este mito de la igualdad humana sugiere que la gente es igualmente capaz de controlar los impulsos, tomar decisiones y comprender las consecuencias. Aun admirable en espíritu, la idea de la igualdad neutral no es cierta, simplemente.

A medida que mejore la ciencia del cerebro, entenderemos mejor que la gente existe a lo largo de un continuo de posibilidades, en vez de en categorías simplistas. Y seremos más capaces de adaptar las sentencias y la rehabilitación a los individuos, en vez de persistir en la pretensión de que todos los cerebros responden de forma idéntica a los desafíos complejos y que todas las personas merecen por tanto los mismos castigos. Algunas personas se preguntan si es injusto aplicar un enfoque científico a las sentencias. Al fin y al cabo, ¿qué hay de humano en ello? ¿Pero cuál es la alternativa? Tal como está ahora, los feos recibirán sentencias más largas que los guapos, los psiquiatras no tienen capacidad para averiguar qué agresores sexuales reincidirán, y nuestros presos están apiñados con drogadictos y enfermos mentales: a ambos les ayudaría más la rehabilitación. Así que ¿son las sentencias actuales realmente superiores al enfoque científicamente informado?

La neurociencia está empezando a tocar cuestiones que antes eran del dominio exclusivo de filósofos y psicólogos; cuestiones sobre cómo la gente toma decisiones y el grado en el que dichas decisiones son verdaderamente «libres». No son cuestiones ociosas. Al final, darán forma al futuro de la teoría legal y crearán una jurisprudencia más informada por la biología.

David Eagleman es neurocientífico en el Baylor College de Medicina. Su artículo está adaptado de su nuevo libro: Incognito: las vidas secretas del cerebro.

11 Comentarios

  1. Excelente artículo. Las neurociencias acabarán por aclarar que el libre albedrio es una pura ilusión cerebral y esto modificará nuestras ideas sobre la responsabilidad moral. En mi opinión volverá a tener vigencia el determinismo cosmológico que elimina el viejo debate entre determinismos biológicos y medioambientales. Todas las coductas tienen una causa que se encuentra encerrada en el engranaje neuronal de nuestros cerebros y sujetos a las leyes inquebrantables que gobiernan el Universo. Spinoza tenía razón

  2. vicente says

    Muy buenos, VP, el artículo y la traducción.

  3. yorlp says

    Caramba, he leído un tercio del artículo y ya empezaba a parecerme repetitivo. Los que lo han leído entero que se planteen hacerse una prueba de alzeimer.

  4. Antonio says

    El artículo tiene su interés, pero está igualmente plagado de trampas para simples, como Arcadi.
    Verbigracia: si fuera cierto que
    «una cosa parece clara: si existe el libre albedrío, tiene poco sitio para operar»
    ¿cómo se justifica la ambiciosa esperanza en que «podemos construir un sistema legal informado más profundamente por la ciencia, donde seguiremos sacando a los criminales de las calles pero adaptando las sentencias, impulsaremos nuevas oportunidades para la rehabilitación, y estructuraremos mejores incentivos para la buena conducta.»?

    El mundo de la divulgación científica está lleno de advenedizos en pensamiento científico.

  5. A Antonio:
    ¿Que tiene que ver la inexistencia del libre albedrío con lo que dices a continuación?.
    Por cierto, Arcadi da la clave: la responsabilidad moral es una convención.
    Otra cosa es que entiendas el concepto del libre albedrío

  6. Nestor Mayer says

    Miquel, tu dices que el libre albedrío es pura ilusión, veo que tu te sientes plagado de determinismos biológicos-medioambientales y con una carga memética plena. Lo lamento, eres un autómata memético. En mi opinión Galileo no habría existido como científico, si no hubiera tenido momentos de libre albedrío.

  7. A Nestor:
    Según tu opinión, Galileo, y supongo que algunos más, tienen libre albedrío pero otros no. Tú sabrás como lo hacen, si tienen algo especial en el cerebro. Me gustaría saber cual es la causa de sus decisiones que se escapa a las leyes de las moléculas que hay en su cerebro. Otra cosa es que tengan un alma libre que puedan hacer lo que quieran sin ninguna causa que las determine. Y ya me aclaras en que momento del desarrollo evolutivo de una persona se introduce ese alma(o conciencia, o mente, llámalo como quieras)en el cuerpo del privilegiado. Si tu crees que existe un dualismo mente- cuerpo y que ambas sustancias se rigen por leyes diferentes ya me lo explicarás.
    Un saludo

  8. Nestor Mayer says

    Miquel, ya hemos intercambiado abundantes opiniones en http://www.terceracultura.net/tc/?p=2695, que no vale la pena repetir. Para no confundirnos insisto en la definición de la RAE, Libre albedrío:»Potestad de obrar por reflexión y elección.» Para mí que soy materialista y amo la simpleza me es suficiente, en cambio, en mi opinión, para los idealistas la cosa se complica pues sus pensamientos se caracterizan por la nostalgia del absoluto. Es decir, en donde los residuos de los dilemas teológicos sobreviven agazapados. Saludos.

  9. Andres says

    Muy buen artículo. Me gustaría saber si es posible contactar al autor o si alguien del foro tiene conocimientos acerca del entrenamiento del lóbulo prefrontal para ponerlo en práctica. Esto puede ser facilmente la solución alternativa a las pastillas de dietas, parches de nicotina y a la religión que se ha creado alrededor de las terapia y psicoanálisis para cualquier problema.

  10. ¿Pero quién decide lo que es un comportamiento normal? El caso de whitman está claro, pero protestar contra una institución, por ejemplo, también se podría clasificar así. ¿El estado le practicaría una lobotomía?

  11. Estos dias ha habido un caso parecido en un pueblo valenciano; un joven «normal» ha asesinado a tres vecinos sin «causas» conocidas. ¿No se trata de una causa parecida a las que comenta el artículo?

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