Tercera Cultura
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Si internet diera masajes gratis, la gente se quejaría cuando parase por tener dolor de pulgares

Charlie Brooker (The Guardian, 6-6-11) (Traducción: Verónica Puertollano)

Si internet diera masajes gratis, la gente se quejaría cuando parase por tener dolor de pulgares Es increíble con qué rapidez podemos desarrollar los seres humanos un lánguido sentido de nuestros derechos respecto a la cosa más simple. He pasado horas de mi vida activa en salas de redacción de comedias de televisión, que suelen consistir en cuatro o cinco personas sentadas alrededor de una mesa inventándose gags. Esa es la idea, de todos modos. La realidad se parece a menudo a un extravagante grupo de terapia en el que unos pocos individuos ligeramente disfuncionales han sido animados para que exorcicen su ansiedad colectiva discutiendo sobre ideas atroces de la forma más frívola imaginable.

Se supone que tienes que quedarte encerrado en dicha sala hasta que el guión está terminado; todos sentados allí, inspirando, espirando y transpirando, con las ventanas permanentemente cerradas, razón por la cual las salas de escritores desarrollan rápidamente el fétido aroma de un submarino encallado. Pero no es precisamente un ambiente herméticamente cerrado. Los seres humanos tienen que ser alimentados e hidratados, por eso, en intervalos periódicos, un mensajero entrará en la sala para preguntar si alguien quiere un café o una lata de Coca-Cola, recoger pedidos para almorzar (no tengo ni idea de qué comían los escritores de comedia antes de la llegada de Nando’s [un restaurante fast-food]), o, si las cosas se ponía interminable, también pedidos para cenar.

Todo muy acogedor. Pero he aquí la gracia: después de unas semanas, te vuelves desesperadamente infantil. Las latas de Coca-Cola, por ejemplo, se suelen almacenar en el frigorífico que está a 15 segundos andando de la sala de redacción. Pero en vez de dejar la habitación para ir a buscártela tú mismo cuando tienes sed, se convierte enseguida en un acto instintivo esperar a que el mensajero aparezca y pedírsela a él. No porque pienses que son camareros, ni siquiera es por pura pereza, sino porque verdaderamente has «olvidado» en cierto grado que eres capaz de encontrar y abrir el frigorífico por ti mismo. En otras palabras: estás malcriado.

Lo traigo a colación porque el otro día fui a internet para publicar una lista de reproducción de Spotify para que la gente la escuchara (si eres un visitante de 1903, Spotify es un servicio que reproduce música en tu ordenador, como una jukebox infinitamente grande. Aunque si eres de 1903, tampoco sabrás qué es una jukebox. Lo siento. Supongo que tendrás que arreglártelas tu solo).

En cualquier caso, alguna gente la escuchó, otra no lo hizo, pero algunos objetaron ante la mera mención y uso de Spotify. Spotify, decían, era como Nick Clegg: había prometido una cosa, solo para darse la vuelta y hacer otra. Ofrecía música gratis para todos (apoyada por cortes publicitarios, como la radio comercial), para acabar reduciéndose recientemente a 10 horas de música gratis al mes. ¿El motivo de esta reducción? Presumiblemente es un intento de hacer la cosa económicamente viable, animando a que más gente se suscriba. Los suscriptores pagan unas 5 libras por mes y pueden escuchar toda la músia que quieran, sin interrupciones comerciales. Si van hasta las 10 libras, también pueden escuchar música en sus teléfonos, aun cuando estén offline.

En 1986, cuando tenía 15 años, un single de 12 pulgadas costaba más o menos 2.99 libras, el equivalente a las 6 libras actuales. A menos que estuvieras forrado, no comprabas discos porque sí. Elegías cuidadosamente y codiciabas lo que tenías. (También grababas montones de la radio gratis, pero requería la paciencia y la voluntad de tragarte hasta el final a Bruno Brookes [un locutor de radio]).

En todo caso. No estoy diciendo que 5 libras al mes sean insignificantes: es más de lo que muchos pueden permitirse. Pero en este caso es puñeteramente barato para lo que te da. El problema de Spotify es que nadie quiere pagar por nada a lo que accedan por el ordenador, y cuando lo hacen, hay un nivel de rencor permanente burbujeando justo debajo de la superficie. He aquí la ira por tener «solo» diez horas de música gratis.

Véase la App Store. Léanse las reseñas de los juegos nuevos que cuestan 59 peniques. Montones de pullas, lo que es bastante justo cuando adviertes activamente a otros usuarios de que no se molesten en comprar algo de calidad inferior. Pero a menudo no se paran ahí. En algunos casos, la gente insiste en que los desarrolladores deberían ir a la cárcel por fraude, solo porque los niveles no eran los suficientes para su gusto. Una vez leí una reseña absolutamente cáustica, de una estrella, en la que el autor se quejaba amargamente de que el juego le había mantenido entretenido durante solo cuatro horas.

¿CUATRO HORAS? ¿POR 59 PENIQUES? ¿Y ESTÁS LO SUFICIENTEMENTE ENFADADO PARA ESCRIBIR UN ENSAYO AL RESPECTO? ¿EN TU CARO IPHONE? ¿HAS PERDIDO LA CABEZA?

Sí. Por supuesto que sí. Porque es nuestra naturaleza humana. Como un mensajero que nos facilita latas de bebida cuando tenemos sed, la tecnología nos ha malcriado irremediablemente. Lloriqueamos como emperadores decepcionados en el momento en que haga otra cosa que no sea satisfacer todos nuestros caprichos. Si internet diera masajes gratis, la gente se quejaría cuando parase por tener dolor de pulgares.

Ya despotriqué precisamente sobre esto en Twitter, el otro día —usando esa línea exacta de los masajes— y un par de personas me dijeron que me callara porque les estaba molestando. Dado que Twitter a) es gratis y b) solo muestra los comentarios de aquellos a los que eliges seguir, esto, también, es de locos, como pisarle los talones a alguien por la calle para quejarse de la melodía que han elegido tararear.

E incluso ahora, porque estas palabras saldrán en internet, sé que alguien, en alguna parte, estará formulando una queja en su cabeza porque he reutilizado mi tweet de «los masajes gratis» en este artículo. Lo leyeron en Twitter la semana pasada, y ahora se desmayarán por tener que leerlo de nuevo hoy en sus ordenadores. Su Majestad está disgustada. He caído bajo, pero sobre todo, les he defraudado. Como todo lo que ha dado cualquier cosa distinta del placer gratuito perpetuo.

Y habiendo escrito todo esto, en casa, solo, me bajo a las tiendas. A conseguir una Coca-Cola. Asumiendo que pueda recordar cómo.

1 Comentario

  1. tomás says

    Totalmente de acuerdo. Hay un libro estupendo que explica bastante bien las razones por las que hemos llegado hasta este punto: The Age of Absurdity. En su día hice una reseña del capítulo más importante del libro: http://www.c3c.es/absurdo.htm.
    Un aspecto relacionado en el que nadie parece haber reparado es el carácter profundamente conservador de las redes sociales: si te apartas de la norma general te arriesgas a perder muchos amigos. Sé de gente que no ha firmado escritos con los que estaba de acuerdo solo por miedo a discrepar de la masa facebookiana. Y nos lo presentan como un arma de liberación, ja, ja.
    Y como parece que a Cultura 3.0 no le gusta que se politicen las cosas, no hablaré de la relación entre esas ideas y la machaconería de crío mimado que están demostrando los indignados (aunque tengan razón en muchas cosas). (A propósito, les aconsejo también esto: http://rickymango.blogspot.com/2011/05/reinventar-la-rueda.html). Que cada cual saque las conclusiones que quiera.

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