Quizás el temor general a los cambios explica el temor a los cambios del clima. El conservadurismo antropológico quizás explica el conservadurismo climático. Según Steven Hayward la corriente ortodoxa en la ciencia del clima actual subestima la adaptabilidad de la especie; lo corriente para los humanos de hecho es la flexibilidad ante los cambios, incluso si son bastante bruscos. De los inuit a los árabes, los humanos han demostrado que pueden florecer en un rango de temperaturas altas y bajas relativamente amplio, y estable, tal como refleja el siguiente gráfico.
Más aún, el clima actual está lejos de ser óptimo para todo el planeta. Aproximadamente un tercio de la tierra es inhabitable o casi inhabitable por ser demasiado fría: Siberia, el norte de Canada, Groenlandia o la Antártida representan enormes oportunidades perdidas.
Desde el punto de vista de estos vastos territorios, sustraídos a la civilización y el progreso humano, el calentamiento de la temperatura es en realidad bueno.
En esto no tendríamos más que seguir una tendencia reciente. Desde el inicio de la revolución industrial basada en combustibles fósiles, la expectativa de vida humana se ha doblado, se han dominado enfermedades antes letales, y la forma de vida basada en la «clase media» se ha extendido a gran parte de la población mundial, atisbándose incluso el fin de la pobreza extrema global: «Todas estas mejoras coinciden con un incremento masivo en el uso de combustibles fósiles, no en vano se llama recurso maestro a esta energía masiva».
Pero ¿qué hay de las perspectivas catastróficas para el resto –si se cumplen los vaticinios más sombríos?
Hayward es también un optimista racional, es decir, cree que encontraremos un remedio lógico y eficaz a tiempo. El registro histórico le echa una mano: Sobrevivimos a la guerra de los treinta años, a la de cien años, a dos guerras mundiales, –por no mencionar cuellos de botella poblacional más arcaicos y amenazantes– sin que por ello los mejores ángeles de la naturaleza hayan dejado de batir sus alas: “Sobrevivimos a todo esto, y el progreso no ha dejado de continuar”.
Tampoco el principio de precaución que enarbolan los climatólogos ortodoxos resiste el análisis, siempre según Hayward. De lo contrario es imposible explicar por qué los “ambientalistas” se oponen a las alternativas factibles: es decir, un aumento masivo en la energía nuclear e hidroeléctrica de todo el planeta: “debaríamos llamar (a los ambientalistas) imperialistas del carbón, dado que niegan a las naciones en desarrollo el acceso a la misma energía barata que les permite vivir cómodamente en occidente”.
¿Son los ambientalistas la fuerza más reaccionaria del planeta? Hayward así lo cree: «Su supuesto es que nada debe cambiar, ni un paisaje, ni un rio, ni un vecindario o el clima. Son los aristócratas de nuestro tiempo, opuestos a la democracia, la libertad individual, el cambio que se escapa a su control…Son un desafío más grave para el ser humano que el cambio climático, incluso si es catastrófico.»
Excelente reflexión, muy en la línea de Bjorn Lomborg, una de las bestias negras de los calentólogos.
En una entrevista en The Guardian, si mal no recuerdo, James Lovelock, que no podrá ser acusado de antiecologista precisamente, al igual que pasa con Lomborg, dice, entre otras cosas, que una cierta forma de entender el ecologismo se ha convertido en una nueva religión, con sus adhesiones inquebrantables, sus biblias y dogmas y, claro, sus herejes. Entre otras cosas, en esa entrevista cuestiona el peligro o la inconveniencia de la energía nuclear, ya que tanto se insiste en sustituir los combustibles fósiles por otras fuentes de nergía que reduzcan las emisiones de CO2 a la atmósfera y también, por supuesto, cuestiona el hecho en sí de que el clima óptimo sea el que hemos tenido a lo largo del último par de siglos, que pasa por ser una premisa incuestionable de los alarmistas del cambio climático. Los agoreros, que usaron la teoría Gaia como santo y seña mientras les convino, ahora convenientemente prefieren ignorar a Lovelock o tildarlo de viejo tarrete que ya no sabe de qué habla, por aquello de ser nonagenario.
Como complemento de este artículo, los lectores de terceracultura deberían leer la estupenda entrevista que se publica en esta misma web con Freeman Dyson (http://www.terceracultura.net/tc/?p=1432), otro venerable anciano con un bagaje científico notable pero que, a decir de los ‘entendidos’, poco menos que no sabe ni la tabla del 9 o, sencillamente, chochea.
Como reflexión adicional, me resulta llamativo que los alarmistas climáticos usen toda una batería de ejemplos de efectos negativos de la actividad humana en el entorno como metáforas de nuestra soberbia y de creernos que podemos hacer lo que nos entre en gana pero que, al mismo tiempo, esos mismos alarmistas den por sentado que podemos dar marcha atrás a las cosas, por así decirlo, que volver a los niveles de emisiones de 1990, o del año que sea, no es sólo factible sino obligatorio, aunque sea al precio del subdesarrollo (de los demás, por supuesto, de los chinos o los indios o de quien sea, nunca al precio de ser ellos quienes paguen el precio). Es decir, que los seres humanos somos tan poderosos que, después de todo, podemos ‘moldear’ el clima según nos convenga, y ya que lo hemos calentado, podemos enfriarlo. Por lo visto, eso no es soberbia, como tampoco es soberbia o neocolonialismo dictarle a los demás qué grado de desarrollo deben tener o cómo deben alcanzar ese desarrollo.