Divulgación Científica, Tercera Cultura
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Nuestro linaje asesino

Tras el descubrimiento de que los chimpancés hacían algo similar a la “guerra”, por parte del equipo de Jane Goodall en el parque nacional de Gombe, en Tanzania, allá por 1974, empezaron tiempos difíciles para el relato rousseauniano del hombre naturalmente pacífico. Si bien dentro de este marco evolucionista se cuestiona que la violencia de los chimpancés explique algo significativo sobre el origen de la guerra humana (¿qué hay de nuestros otros primos los bonobos?), y aparte del registro histórico y etnológico reciente, con sus altibajos en conflictos violentos (ver por ejemplo: Kohler et al, 2015), pero donde de todos modos abunda la violencia letal entre grupos humanos, otro conjunto de evidencias procedentes de la paleoantropología también cuestionan el relato.

CR-17

CR-17

Los paleantropólogos pueden emplear hoy métodos forenses muy sofisticados para estudiar la violencia interpersonal de nuestros ancestros. De hecho, la violencia humana, incluyendo frecuentes muestras de canibalismo, está bien documentada al menos desde la edad de piedra o neolítico, convencionalmente situada hace unos 10.000 años. Aunque ciertas evidencias indirectas apuntaban a heridas causadas por violencia interpersonal tanto en sapiens como en neandertal, hasta ahora no existían evidencias directas de heridas traumáticas para explicar algunas muertes no naturales del Pleistoceno. Por ejemplo, los restos de un individuo denominado Sunghir 1 muestran una herida traumática en la primera vértebra torácica, pero no se puede descartar que se trate de una lesión provocada por la caza.

Un equipo de antropólogos españoles acaban de publicar evidencias en la revista PLoS (2015) de lesiones por violencia interpersonal en uno de los individuos –concretamente el craneo 17, que muestra dos agujeros en la frente– hallados a 13 metros de profundidad en la conocida Sima de los Huesos, en la sierra burgalesa de Atapuerca. Se ha bautizado como “el primer asesinato de la historia”  y correspondería a un individuo perteneciente al clado neandertal que vivió hace más de 400.000 años.

Aunque nuestra conducta se ha vuelto más “grácil” en los últimos milenios y siglos, frente a nuestros más robustos ancestros europeos, todo indica que el “garrotazo” –por emplear la expresión de Paula Casal– también forma parte de la evolución humana, y que en ningún caso la violencia humana interpersonal se trata de una corrupción reciente.

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