Tercera Cultura
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Muerte entre las bestias

Publicado por nuestro colaborador Roger Corcho en la revista MUY

Tras una mordedura letal de serpiente, la elefante Eleonor, de cuarenta años de  edad, se desplomó en el suelo. Grace, que se encontraba cerca, se aproximó para socorrerla. Tras una noche de agonía, la elefante de la Reserva Nacional de Samburu en Kenia acabó muriendo. Estuvo acompañada en todo momento por Grace y, tras su muerte, el cadáver fue visitado por numerosos elefantes, tanto vinculados familiarmente con ella como otros. Este suceso casualmente ocurrió mientras  el zoólogo Iain Douglas-Hamilton y su equipo estaban estudiando la conducta de los elefantes de la zona, lo que permitió documentar exhaustivamente todos los movimientos y conductas que se produjeron tras el dramático suceso. En el estudio, publicado en 2006, se concluía que este caso era “un ejemplo de cómo elefantes y humanos pueden compartir emociones, como la compasión, y reconocer y estar interesados en la muerte”. Otros etólogos y zoólogos también han tomado nota del gran interés que tienen los elefantes por los huesos y colmillos de familiares suyos, que tocan y remueven con la trompa, incluso después de que hayan transcurrido años del deceso.

La historia de Tina y Tarzán es igualmente conmovedora. Tina era un chimpanzé que murió por una mordedura de leopardo. El macho alfa de la manada se mantuvo a su lado, durante  horas, protegiendo el cadáver e impidiendo que otros chimpanzés se aproximaran. Con una única excépción: Tarzán, el hermano de Tina, pudo sentarse a su lado, y tirar de su mano. Para la antropóloga Barbara King, esto no fue un acto aleatorio, sino que “el macho dominante fue capaz de reconocer el fuerte vínculo emocional entre Tina y Tarzán, y actuó con empatía”.  Tal como ha declarado el primatólogo Frans de Waal a MUY,  “los chimpancés reaccionan a la muerte de otros y parece que lo entiendan como un cambio impactante. No comen, están deprimidos, algunas veces pierden peso”. Hay una infinidad de observaciones en las que se constata la alteración de conducta de estos primates.

La gorila Gana sosteniendo a su hijo Claudio muerto entre sus brazos fue una imagen que tuvo un gran impacto mediático. En 2008, la hembra del zoológico de Munster asistió impotente a la muerte repentina de su hijo a causa de un defecto genético en el corazón. Los extremecidos visitantes del zoo fueron testigos de los esfuerzos de Gana por tratar de reanimar a su bebé, acunarlo y, finalmente, acarrearlo en su lomo. Todo el mundo se reconoció en la tristeza, dolor y consternación que reflejaba Gana en su conducta.

Los ciudadores de delfines también conocen el impacto que tiene la muerte de un delfín en el resto del grupo. Alteraciones en la alimentación, desánimo y apatía, son características frecuentes que pueden vincularse con la depresión.

HUIR DE ESPEJISMOS

Todas estas experiencias nos resultan extremadamente cercanas y familiares, equivalentes a las expresiones de dolor y sufrimiento que manifiestan los humanos durante el duelo. El paradigma darwinista confiere sentido a la idea de que existe un continuo en la evolución, y por tanto, invita a derribar las  concepciones que apuntalan la creencia en la excepcionalidad humana entre el resto de seres vivos. Si hay un continuo evolutivo, es esperable que rasgos de conductas que se creía que eran exclusivamente humanos, en realidad estén esparcidos por las distintas ramas de la vida. Las escenas descritas anteriormente se revelan, en este contexto, como una prueba de la conexión íntima que nos une al árbol de la evolución.

Y a pesar de estas aparentes evidencias, hay científicos que reclaman prudencia. La lógica darwinista puede hacer plausibles determinados razonamientos, pero cualquier afirmación tiene que apoyarse sobre evidencias. Es conocida además nuestra tendencia a atribuir cualidades humanas a mascotas como perros o incluso a todo tipo de objetos (numerosos propietarios de automóviles conocen esa experiencia). Es como si superpusiéramos emociones, intenciones y estados mentales sobre los objetos más próximos, -como una lámina transparente-,  con la finalidad de que la realidad sea más próxima y reconfortante. No son otra cosa que monigotes con los que embadurnamos la realidad, espejismos que reciben el calificativo de antropomorfización.

¿Estamos cayendo en la antropomorfización ante las situaciones descritas anteriormente? ¿Estamos colocando esta guinda que supone atribuir unos sentimientos y emociones a animales, que en realidad solo se encuentran en la mente del que mira? Esa es una de las razones por las que Frans de Waal manifiesta prudencia en la interpretación de determinados fenómenos:  “a partir de los datos recogidos es imposible saber si {estos animales] comprenden lo que está ocurriendo, y ni mucho menos se puede concluir que sean conscientes de su propia mortalidad”. El etólogo español Josep Call, también a instancias de MUY, ha respondido en la misma dirección: “Hay observaciones que te hacen pensar [que los chimpancés y otros seres vivos tienen emociones y sufren]. Sin embargo, son necesarios más datos empíricos y sistemáticos sobre este tema”.

TODO LO QUE VIVE TIENE QUE MORIR

Que los seres vivos reconozcan la muerte no es, en todo caso, un acontecimiento extraordinario. De hecho, es bastante habitual. Por ejemplo, Edward O. Wilson, el fundador de la sociobiología y uno de los mayores expertos en hormigas, observó que estos insectos detectan los cadáveres de miembros de su especie por el olor caracterísico que desprenden. En un experimento, se depositó una gota de ácido oleico sobre una hormiga viva. El resto de hormigas la trató como si estuviera muerta y la arrastró fuera del hormiguero.

Los etólogos conocen numerosas conductas animales en las que la muerte forma parte del juego de la supervivencia. Por ejemplo, animales que fingen su muerte para evitar el ataque de un predador. O incluso, arriesgar la propia vida para salvar a las crías, tal como hacen algunas aves, que fingen tener un ala rota para captar la actención de un predador y así alejarlo del nido.

Lo que llama la atención no es, por tanto, el reconocimiento de la muerte en sí, sino las supuestas emociones que arrastra dicho acto en seres como simios, delfines y elefantes.  Se trata de animales en cuyos cerebros se detecta una corteza prefrontal y la amígdala, que son partes cerebrales que se activan en las emociones humanas.  También son seres vivos altamente sociales, que establecen lazos de unión con sus congéneres. La muerte de un congénere con el que se habían establecido lazos afectivos parece producir un inmenso dolor y pena. El problema de fondo es, por tanto, si los animales pueden tener sentimientos y emociones. Lo parece: ¿es así?

SENTIR COMO UN CHIMPANCÉ

Resulta imposible ponernos en la cabeza de un elefante o un gorila para saber lo que sienten. Sin embargo, hay científicos que aseguran que este paso no es necesario porque las emociones se transparentan a través del ropaje de las actitudes, gestos y acciones. ¿Es el comportamiento como un cristal por el que vemos los estados mentales? ¿O bien el paso de conducta a mente es un salto con pértiga, arriesgado y, en definitiva, sin base científica?

La primatóloga Carmen Maté, profesora de la Universidad Pompeu Fabra, está convencida de que no es un error hablar de emociones animales: “De la misma manera que por el lenguaje no verbal podemos saber los estados emocionales de una persona –aunque no compartamos el mismo lenguaje ni la misma cultura- esta misma identificación se puede realizar con individuos de otras especies”. La profesora Maté –que fue directora del zoo de Barcelona- asegura que hay escasas diferencias entre humanos y chimpancés: “los chimpancés son capaces de reconocer nuestros estados emocionales, al igual que nosotros reconocemos los suyos. La diferencia reside en que nosotros somos capaces de expresarlo en un lenguaje verbal… Los chimpancés concretamente son muy expresivos, en caras y gestos, y hacen cosas como las que hacemos nosotros, y nosotros hacemos cosas como las que hacen ellos porque sobre todo compartimos un mismo sistema límbico, que es el encargado de las emociones”.

Maté tambén tiene la convicción de que la conciencia de la muerte está claramente vinculada con la capacidad de empatía y de simpatía, es decir, con la capacidad no solo de identificar los estados emocionales, sino también de ponerse en el lugar del otro. Los chimpancés son capaces de adivinar que otro compañero del grupo está decaído y tratar de consolarlo. En conclusión, asegura: “Estamos hablando de primates que se reconocen en el espejo y que tienen capacidades cognitivas en algunos casos muy parecidas a las nuestras y que son capaces de identificar estados emocionales para dar consuelo. ¿Por qué tendríamos que ser diferentes? Si tienen todas estas capacidades, ¿por qué no pueden sentir como sentimos nosotros?”

EXISTENCIALISMO ANIMAL Además de la vertiente emocional, el reconocimiento de la muerte en los humanos supone aceptar que uno mismo es finito y que también morirá.  A falta de averiguar si los gorilas sufren crisis existenciales, se puede avanzar que existen experimentos para averiguar su grado de autoconciencia. El reconocimiento en el espejo es un test que han superado elefantes, chimpancés y delfines, mientras que el resto de especies son incapaces de darse cuenta de que están viendo reflejado su cuerpo. Superar el test supone tener un grado de conciencia de sí mismos.

El dolor y la tristeza observados en el reino animal obligan a plantear la cuestión por las diferencias que nos separan del resto de seres vivos.  Se trata de saber dónde colocar la línea de separación, y los constantes experimentos y observaciones permiten añadir capas de complejidad, precisión  y gradualismo a este interrogante.  Nos encontramos ante un problema interpretativo, y de cómo la ciencia puede encararlo con solvencia. La falta de unanimidad en el seno de la comunidad científica para interpretar elementos como la empatía, el dolor y el duelo,o la autoconciencia en el mundo animal, invita a que se planteen más experimentos. Al fin y al cabo, como señala juiciosamente Michael Gazzaniga, jamás se nos ocurriría invitar a salir a un chimpancé. Aunque no nos quede aún muy claro por qué.

CUADRO COMPLEMENTARIO

KOKO AL HABLA

Koko es uno de los pocos gorilas que fue capaz de aprender el lenguaje de signos de los sordomudos. Las limitaciones fisiológicas impiden que chimpancés o gorilas puedan aprender a hablar, pero sí que son capaces de adquirir rudimientos de lenguaje (que en el caso del Koko alcanza las mil palabras). Carmen Maté, en el libro Seis miradas sobre la muerte, detalla cómo este animal utilizaba el lenguaje de signos para referirse a sus sentimientos y al hecho de morir.  Sus cuidadores le preguntaron, por ejemplo, dónde van los gorilas cuando mueren, a lo que Koko repuso: “Agujero cómodo, adiós”. Y sobre cómo se sienten los gorilas al morir, si contentos o tristes, la respuesta de Koko fue “dormir”. Ante la pérdida de algún ser querido, Koko afirmaba que quería “llorar”.

CUADRO COMPLEMENTARIO

EMOCIONES Y SENTIMIENTOS

Antonio Damasio es uno de los principales expertos en estudiar el papel de emociones y sentimientos. Las emociones son para Damasio reacciones corporales, y cada emoción concreta se distingue por un abanico específico de reacciones fisiológicas. Las emociones causan también los sentimientos, que son la unión de la percepción de dicha emoción junto a una manera de pensar. En los sentimientos, las emociones han alcanzado el córtex. Damasio, de esta manera, contraviene una creencia popular consistente en pensar que los sentimientos provocan las emociones.

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