Tercera Cultura
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La culpa es de los ricos

Richard Conniff
Smithsonian magazine, Diciembre 2007

Un hermoso día de verano de 1899, la fabulosamente rica Alva Vanderbilt Belmont organizó una exhibición de «carruajes a motor» sobre el césped de su «casita» campestre en Newport, Rhode Island. Entre los festejos figuraba una pista de obstáculos con maniquíes simulando policías, niñeras y bebés en sus cochecitos, con un premio para el conductor que «atropellara» al menor número de transeúntes inocentes. Su hijo Willie K. patrocinó más tarde el primer trofeo americano importante de carreras de coches (y en una de las primeras carreras de la Copa Vanderbilt, un transeúnte inocente resultó muerto realmente).

Podemos añadir las carreras de coches a la larga lista de grandes ideas llevadas a la práctica por aquellos que el arqueólogo canadiense Brian Hayden denomina arribistas «triple-A», personas agresivas, avariciosas y ambiciosas cuando se trata de conseguir lo que desean. Hayden reconoce que otras palabras que empiezan por «a» pueden venir al caso. Arrogante, por ejemplo. O incluso alarmante.

Pero llamémosles ricos, simplemente.

Nos gusta creer de corazón que todas las grandes ideas e inventos han surgido de hombres y mujeres respetables y esforzados. Pero estudiosos de la «affluenza», la condición social de quien es rico y quiere ser aún más rico, han venido últimamente a reconocer a la gente rica como la fuerza que está detrás de casi todo gran avance en la civilización, desde la revolución agrícola al cuarto de baño doméstico.

Esta es, por supuesto, una idea desconcertante, incluso para los investigadores que la han propuesto. Y muchos otros afirman que es errónea. Pero antes de que alcemos nuestra indignación moral, deberíamos saber que casi con certeza los ricos en cuestión son de la familia. Nos guste o no, somos probablemente descendientes de ellos, según la antropóloga de Michigan Laura Betzig.

El alto estatus se ha traducido casi siempre en éxito reproductivo, no sólo en el mundo animal, sino también en los humanos. Este fenómeno se remonta a nuestros días de cazadores-recolectores cuando los hombres que traían más carne a casa conseguían más parejas, y ha continuado con los equivalentes de J. Paul Getty y Donald Trump. El estudio de Betzig acumula ejemplos históricos, entre ellos casos extremos como el del emperador azteca Moctezuma, del que se dice que tenía 4.000 concubinas, y el de un emperador chino cuyo harén se cifraba en decenas de miles. A menor escala, las grandes casas de la campiña británica de antes de la Primera Guerra Mundial alojaban con frecuencia de 10 a 20 sirvientes, típicamente mujeres jóvenes y solteras. Según Betzig, la servidumbre de más rango funcionaba como harén de facto de los varones de la clase alta. En este mismo sentido, un estudio de 1883 en Escocia descubrió que casi la mitad de nacimientos fuera del matrimonio se daban entre sirvientes domésticas.

Otros investigadores han observado la propensión a la paternidad de los machos alfa entre los indios Ache de Paraguay y los Yanomami de Venezuela. Uno de ellos descubrió que los trajeados capitostes de la lista Forbes 400 de los americanos más ricos de 1982 se estaban reproduciendo hasta un 38 por ciento más que el resto de los ciudadanos.

¿Qué diferencia representa esto?

No mucha, le parecía a Gregory Clark cuando se planteaba por primera vez por qué la Revolución Industrial se inició en Gran Bretaña en vez de, digamos, en China o la India. Clark, economista de la universidad de California en Davis, sabía que en el pasado las ciudades británicas tenían un índice de mortalidad atroz, y que prosperaban sólo devorando grandes remesas anuales de inmigrantes del campo. Por lo tanto, supuso que los modernos británicos eran, como dijo en una entrevista reciente, los «vestigios de estupidez rural», esto es, descendían de los tipos menos enérgicos y con menor educación que se quedaron en sus granjas (la suposición era quizá producto de haberse educado Clark en Escocia en el seno de una familia irlandesa, un pedrigrí poco propicio a generar ni anglofilia ni admiración por los ricos). Pero su opinión cambió cuando asumió un detallado análisis de 3.500 testamentos británicos de entre 1250 y 1650, investigando particularmente riqueza y reproducción.

«Para mi sorpresa, había un efecto muy poderoso», dice Clark. «Los ricos tenían muchos más hijos». Clark no estaba investigando la aristocracia, que tendía a morir en guerras y luchas de poder (o a languidecer por apatía reproductiva). Por el contrario, se centró en la burguesía empresarial, gente un escalón o dos por debajo en la jerarquía social que dedicó su vida al comercio y murió en su cama. «Tenían cuatro hijos supervivientes en una sociedad donde la media era de dos», observa Clark.

Otros investigadores han afirmado que la Revolución Industrial se inició en Gran Bretaña en el siglo 18, en base al poder del carbón y las colonias. Pero, en su nuevo libro Adiós a las Almas, Clark propone que lo que realmente marcó la diferencia fue esta «supervivencia de los más ricos». En el relativamente estable clima británico de después de 1200, con recursos limitados y bajo crecimiento de población, los «superabundantes hijos de ricos» descendieron inevitablemente la escala social, desplazando a las familias pobres. Y algo de su privilegiado pasado les acompañaba. «Los atributos en que se basaría después el dinamismo económico -paciencia, trabajo duro, ingenio, creatividad, educación- estaban consiguientemente expandiéndose por toda la población», escribe Clark.

Este cambio bien puede haber sido «completamente cultural», dice Clark. Pero él está claramente más interesado en la posibilidad de que una evolución darwinista, en la que enfermedades, accidentes e inanición llevarían a las familias de menos éxito al basurero de la historia- produjera un cambio genético en la población británica, preparándola mejor que a la de otras naciones para el éxito comercial.

Clark se apresura a reconocer que la idea está colmada de dificultades. Una petición de su profesorado instó recientemente a una universidad a desconvocar una conferencia programada del economista y antiguo rector de Harvard Larry Summers, debido a su enormemente polémica sugerencia de 2005 sobre una diferencia genética en la capacidad natural para la ciencia entre hombres y mujeres. Todo esto hace sentirse incómodo a Clark, dice, porque su libro «sugiere que debe haber una diferencia genética entre europeos y aborígenes australianos». Y añade: «No es que los europeos sean más inteligentes, sino que pueden estar mejor adaptados a una sociedad capitalista».

Una adaptación que interesa especialmente a Clark tiene que ver con las «inclinaciones de tiempo», que pueden adoptar la forma de paciencia y planificación a largo plazo en algunas personas y un impulso de recompensa inmediata en otras. Cuando distintas formas de un rasgo como este se dan en una población, dice Clark, la selección natural podría hacer rápidamente predominante una de ellas, igual que llegaron a predominar los ojos azules o la piel clara. Por lo tanto, la mayor reproducción de los ricos puede haber colocado a Inglaterra en el umbral de la fabricación industrial al reemplazar rasgos impulsivos por otros reposados y estables. «Quizás los que quedaron fueron simplemente los descendientes de los acomodados esclavos del trabajo», dice Clark. (Puede que sea por eso que los británicos llegaran a ser conocidos como una «nación de tenderos».)

Pero ¿por qué no se dio el mismo tipo de evolución en otros países? En China y Japón el rico no parece haber sido tan fértil, escribe Clark (no existen datos históricos para la India, hasta donde él sabe). Además, la población se triplicó en China en los siglos anteriores a la Revolución Industrial, y se quintuplicó en Japón. Por tanto la selección natural no habría eliminado a los pobres tan implacablemente como en Gran Bretaña, donde el tamaño de la población permaneció estable.

Otros expertos han elogiado la investigación detallada y el ambicioso alcance del trabajo de Clark. Pero también han cuestionado si la transmisión genética, o incluso cultural, de rasgos de conducta de ancestros ricos es suficiente para explicar la Revolución Industrial. Los economistas defienden generalmente que unas buenas instituciones son el factor principal en los saltos hacia adelante de esta naturaleza, porque hacen que la gente se sienta lo suficientemente segura como para centrarse pacientemente en el beneficio a largo plazo. Indicios recientes sugieren que cuando las instituciones cambian, como lo han hecho en China, Japón y la India, la gente parece bastante capaz de adaptarse al capitalismo.

Hay, sin embargo, otro modo en que los ricos pueden haber colaborado en hacernos como somos: con su aptitud especial para el «egoísmo extremo». Como muchos expertos, Brian Hayden, arqueólogo de la universidad Simon Fraser en la Columbia Británica, creía que los líderes servían en general al bien común, cuando entrevistó a personas en poblados tradicionales Mayas sobre cómo habían colaborado sus líderes durante sequías y hambrunas.

«Quedé completamente abrumado por los resultados», recordó recientemente. «En vez de ayudar a la comunidad, la gente con poder se aprovechó para vender alimentos a precios exorbitantes, o los acapararon sin compartirlos, o los utilizaron para apoderarse de tierras». En la literatura etnográfica sobre las sociedades tradicionales de todo el mundo, Hayden encontró historias frecuentes de déspotas y psicópatas, líderes que se apoderaron de todo cuanto deseaban incluso cuando ello significara el desastre para sus vecinos. Ha concluido que ricos y poderosos, sus triple-A, jugaron un rol dual en la sociedad. Por un lado, torcieron leyes, explotaron a sus vecinos, aprovecharon cada pequeña ventaja. Por el otro, su llamativa búsqueda de estatus también hizo de ellos modelos que produjeron, o sirvieron como patrones para producir, toda clase de inventos brillantes.

La investigación de Hayden se centró en cómo los «grandes hombres» de las culturas primitivas utilizaban los festejos para formar alianzas políticas, acordar matrimonios o simplemente hacer fastuosas exhibiciones de riqueza. Algunas ceremonias obligaban a los líderes rivales a devolver el honor, y generalmente a superarlo. Otros arqueólogos consideran la proliferación de festejos hace 10.000 o 12.000 años como una consecuencia de los primeros éxitos en la domesticación de plantas. Pero Hayden argumenta que los festejos pueden haber causado en realidad la revolución agrícola. Como en la alta sociedad de hoy día, una serie enormemente competitiva de festejos obligó a los desesperados anfitriones a buscar comida y bebida cada vez más elaborada, no sólo alimentos básicos sino exquisiteces. Así, podrían haber domesticado el trigo no para hacer pan, sino cerveza. Cultivaron alimentos de estatus, como el chile y el aguacate. Cultivaron chocolate para los mesoamericanos ricos.

Melinda Zeder, especialista en los orígenes de la agricultura del Smithsonian National Museum of Natural History, rechaza esta «teoría de la lucha alimentaria». La idea de que los festejos competitivos llevara a la domesticación de plantas y animales «no funciona», dice. «Es errónea de principio a fin. No encaja con el registro arqueológico». Hayden replica que existe evidencia arqueológica para sus ideas. Además, dice que su hincapié en la importancia de la jerarquía tiene perfecto sentido para la gente que ha vivido con los triple-A en culturas tradicionales. Sólo los académicos que creen en el carácter igualitario de las sociedades tradicionales «no lo captan», dice. «Piensan que ha de ser por el bien común».

Aunque atribuir la revolución agrícola a los ricos parece un poco exagerado, Hayden ha reunido pruebas en abundancia de que los triple-A han impulsado muchas veces el desarrollo de tecnologías nuevas con el fin de exhibir su prestigio -textiles, por ejemplo, metalurgia, vidrio, cañerías interiores o manuscritos ilustrados. Después el pueblo llano los imita, resolviendo gradualmente el modo de producir artículos más económicamente y ponerlos en uso práctico.

Esto puede sonar como una nueva versión del efecto «trickle-down»(*). O como otra derivación del darwinismo social, la idea del siglo 19 según la cual el fuerte de algún modo termina siendo más inteligente, adaptado, encomiable, y más rico. Pero los nuevos teóricos de la affluenza aducen que ellos se limitan a exponer el modo en que son las cosas, no a defenderlo. Hayden concluye que los triple-A, los grandes que se aprovechan de su estatus, han creado el mundo que conocemos. Pero en su otra vida de piratas, esta misma gente ha causado «el 90 por ciento de los problemas del mundo» con una tendencia accidental a «arruinar las vidas de otros, erosionar la sociedad y la cultura, y degradar el medio ambiente».

Si está en lo cierto, la moraleja del cuento debería ser algo parecido a esto: la próxima vez que te encuentres con alguno de nuestros ricos y poderosos, dile cortésmente «gracias por los símbolos de estatus de segunda mano» y sal corriendo en dirección opuesta tan rápido como puedas.

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(*) Trickle-down: término relativo a la teoría político-económica del «goteo», según la cual recortes de impuestos y otros beneficios a personas y entidades de ingresos elevados acabarán beneficiando indirectamente a la población en general. (N.T.)

***

Richard Coniff, colaborador habitual, es autor de Historia Natural de los Ricos: Una Guía de Campo.
(Trad. Antonio Arturo Gonzalez)

http://www.smithsonianmag.com/science-nature/presence-rich-200712.html

2 Comentarios

  1. Pingback: La culpa es de los ricos

  2. Hay una paradoja que sinquererqueriendo justifica desde la sociobiología la externalidades de una forma de generación de riqueza. La paradoja es esto: la riqueza es la que causa los problemas que derivan en la pobreza. Y no hablo de la riqueza de unos a costa de otros. Me refiero al reduccionismo del uso de la palabra riqueza, que exprime el rol masculino y invisibiliza a roles femeninos. Este enfoque sobre la riqueza, se concentra en la creación de símbolos fálicos y las búsquedas de dominación (juego de varones, aunque lo jueguen también mujeres y niños), y filtra y desestima el poder explicativo de las reglas de casa (eco-nomos) y artefactos que muestran esfuerzos simbióticos de convivencia entre humanos y mundo.

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