En teoría, la ciencia es universal. En la práctica, es aristocrática. Los científicos están sometidos a un sistema de publicación dominado por unas pocas revistas de impacto y grupos editoriales, por un par de países, y por un solo idioma: el inglés. Esto influye también en la divulgación. Según los cálculos de Carlos Elías (La razón estrangulada. La crisis de la ciencia en la sociedad contemporánea. Debate. 2008), de todas las noticias científicas publicadas en España basadas en revistas de impacto, el 37.6% provienen de Nature, el 12.4% de Science, seguido por el 4.8% de Proceedings. Ninguna de estas noticias se basa en revistas científicas españolas. Nature y Science monopolizan virtualmente el mercado de la comunicación científica, con sus potentes gabinetes de prensa, a la cabeza de lo que Elías llama “ciencia producida para salir en los periódicos”.
El problema de este sistema no es sólo el monopolio cultural, sino que también es responsable de producir malos resultados. Según Bjorn Brems, Katherine Button y Marcus Munafò (2015) emplear el sistema fuertemente jerárquico de revistas científicas, con su «factor de impacto» negociado, es una mala práctica en sí misma, y proponen su eliminación.
La era de la retractación
Los casos de artículos científicos retractados y malas prácticas parecen cada vez más notorias. El porcentaje de artículos retirados por resultados y metodologías discutibles ya no es estable: se ha incrementado con rapidez desde los años 2000, de un 0.001% a un 0.02%. La mayoría de estas retractaciones no se deben a errores inocentes, sino a malas prácticas. La ciencia médica está particularmente afectada, sin mencionar la psicología social.
Es más, las retractaciones tienden a concentrarse precisamente en las revistas de mayor impacto, aunque parte de esta correlacción podría deberse a la mayor visibilidad de las publicaciones.
Paralelamente, el sistema sufre de algo que llaman “efecto declive”, es decir, la tendencia declinante de las evidencias que respaldan los supuestos hallazgos científicos, probablemente debido a fuertes sesgos para publicar conclusiones no sólo paradigmáticas sino agradables: “Los investigadores toman decisiones sobre la recolección y el análisis de datos que incrementa la probabilidad de falsos positivos –sesgos del investigador– y de efectos novedosos y sorprendentes que tienen más probabilidades de ser publicados que los estudios que no muestran efecto alguno”. Un desenlace bastante frecuente es la publicación de un falso positivo en una revista de impacto seguido por fallos sucesivos de replicación en revistas de menor impacto.
Otros factores a tener en cuenta, no subrayados en el trabajo de Brembs y sus compañeros, son los sesgos ideológicos y las expectativas populares de las que sí se ocupa la iniciativa de Jonathan Haidt (¿apoyada por Obama?).
Un bien público en manos privadas
Lejos de ser un conocimiento perfecto en un cuerpo sano, la ciencia puede “enfermar” y cometer errores sistemáticos. Y Brembs culpa esencialmente a los intereses privados corporativos, como muestra el reciente “WikiGate”: “debemos de fijarnos en la raíz común de todos los problemas, y es el hecho de que el conocimiento es un bien público que pertenece al público, no a corporaciones con ánimo de lucro”. Los intereses privados serían algo así como un “parásito” incubado durante 350 años en el sistema de publicación.
Los monopolios culturales y comerciales, la crisis de replicabilidad o el “efecto declive” pintan un cuadro menos puro de la ciencia, más próximo al escepticismo moderado de filósofos de la ciencia como Popper (“La ciencia no es un sistema de proposiciones ciertas o establecidas”) o Quine, que alertó sobre la “subdeterminación” de las teorías. La retractación y el conjunto de estos errores, para Brembs, “sólo constituye el extremo final de un espectro de la falta de fiabilidad inherente al método científico: prácticamente nunca podemos estar seguros de que nuestras conclusiones sean ciertas”.
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