Tercera Cultura
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El optimismo, racional

por Arcadi Espada en arcadiespada.es

Querido J:

El optimismo, racionalAcabo de leer, con la avidez que ya imaginas, la traducción mejicana de El optimista racional, el libro de Matt Ridley de cuya publicación ya te hablé la la primavera pasada. Hazte con la mejicana de inmediato, si no puedes esperar a que Taurus saque, en abril, la edición española. A los libros, y a la vida, hay que pedirles que den conversación y este libro la da con una generosidad desusada. Su autor pertenece a la estirpe de los maravillosos panglossianos. De Lord Macaulay, de Jules Simon, a Lomborg. Su libro pretende demostrar que el nuestro no es el mejor de los mundos posibles, pero sólo si se le compara con el mundo de mañana. Es decir, que la historia del hombre es una espiral de progreso y felicidad. Para demostrarlo el autor acude, básicamente, a la paleontología, la biología y la economía. Sus estadísticas son casi siempre creíbles y sus razonamientos convincentes. Su tesis sobre el motor del progreso es nítida: lo que separa al hombre de otras especies, e incluso de los cercanos parientes neardentales, es el intercambio. Es cierto que el hombre no es el único bicho que da una cosa por otra; pero sí es el único que lo hace con extraños. O para decirlo con las palabras finales de Michael Shermer, en su reseña de Scientific American: «Nuestros antepasados tuvieron relaciones sexuales con personas que conocían, pero sus ideas tuvieron relaciones sexuales con extraños y esta forma de comercio llevó a la confianza y la prosperidad.»

La tesis ha sido recibida por algunos socialdemócratas con vulgares aspavientos, entre otras cosas, porque Ridley fue presidente no ejecutivo de Northern Rock, un banco inglés que necesitó dinero público duranta la crisis. «¿Intercambio, eh!» se le ríen en la cara. Pero lo cierto es que el autor no se esconde: «Este no es un libro sobre aquella experiencia (los términos de mi contrato no me permiten escribir sobre el tema). Esa experiencia me volvió desconfiado de los mercados de capitales, pero apasionado en favor de los mercados de bienes y servicios.» Por otro lado Ridley es un liberal, no un imbécil. Es decir, no desdeña el Gobierno, sino su exceso y sabe que el intercambio debe producirse en unas determinadas condiciones de orden público. Conviene leer, en este sentido, su capítulo sobre África, donde la extensión de los títulos de propiedad le parece la condición inexorable de un intercambio fértil o las líneas sobre los derechos de autor y su vínculo con la innovación. Para desprestigiar políticamente a Ridley es complicado utilizar la falacia del hombre de paja, y hacer de él un monigote. Lo deja claro en su introducción: «Mi desacuerdo se concentra mayormente con los reaccionarios de cualquier color político: los azules a quienes desagrada el cambio cultural, los rojos a quienes desagrada el cambio económico y los verdes a quienes desagrada el cambio tecnológico.»

La utopía de Ridley poco tiene que ver con las convencionales. En especial por su trato con el conflicto, que las utopías disuelven. La revolución siempre es amniótica, pero Ridley sabe que el conflicto con la naturaleza y entre los hombres proseguirá eternamente. Sólo que está convencido de que el hombre será capaz de dominarlo. Los ejemplos canónicos son el cambio climático o el agotamiento de los combustibles fósiles. Sin negar del todo algunas de sus evidencias, aunque sólo las racionales, Ridley pone el acento en la capacidad del hombre, de su imaginación y de su tecnología. Y rechaza, moral y técnicamente, que la lucha contra esos problemas pase por condenar a los países subdesarrollados a un crecimiento anémico. Su confianza en el futuro y en la capacidad de innovación humana encuentra, a mi juicio, un terreno bien abonado en el presente. De algún modo todo su libro está marcado silenciosamente por la profecía de Ray Kurtzweil sobre la era de la singularidad. Es decir, por la posibilidad de que la globalización (e internet como exponente material de ese gran cerebro colectivo, hecho de intercambio, que nos hace humanos), aliada con la innovación biológica, provoque un venturoso salto exponencial en la vida humana, en términos de duración, igualdad, y bienestar. Ridley parece escribir en ese umbral y sentirse, en efecto, allí.

Este libro proteico y poderoso plantea, mi querido amigo, una pregunta intrigante de la que hemos hablado más de una vez. ¿De dónde provendrá la melancolía del hombre por los buenos viejos tiempos, el convencimiento general de que las cosas irán a peor y el apocalipsis se abatirá cualquier mañana? Cierto: la vida acaba mal. Pero la paradoja, y bien la señala Ridley, es que el pesimismo se desplaza solamente hacia lo colectivo; respecto de su vida particular los hombres son mucho más optimistas. Este sesgo paradójico lo habrás visto muchas veces en las encuestas de los periódicos locales: los españoles, así tomados de uno en uno, suelen creer que a ellos les irá mejor que a España. Es probable que la explicación de esta paradoja recaiga en la máxima sartriana. Sí, puede que el infierno sean los otros. A mí me irá bien, pero ya verás como estos merluzos la joderán. Pero de cualquier modo lo interesante, más allá de sus causas, es la fortaleza y perdurabilidad de un pesimismo que, no se te escapará, está perfectamene organizado desde hace más de dos siglos en los periódicos, cíclicos heraldos del apocalipsis.

Me extraña que Ridley no haya subrayado la función del pesimismo como principal ingrediente del optimismo racional. Una de las razones de que podamos ser optimistas es, desde luego, que los pesimistas no cejarán. La del pesimista con el optimista es también una importante relación de intercambio. Sin ese toma y daca el músculo de la innovación languidecería. En realidad son los pesimistas los que hacen racional al optimismo. Ridley no sólo se olvida de rendir honor a los cenizos, sino que trata injustamente a Orwell y su distopía fundamental. Sus argumentos, en este sentido, me parecen superficiales. Es bastante probable que 1984 contribuyera a que 1989 fuera posible. Las palabras están muchas veces en el lugar de los hechos, y no sólo cuando uno dice «¡Te voy a joder!»

Estas mañanas, mientras escribo solo y en silencio, oigo cómo llora el bebé reciente de unos vecinos. Sus lágrimas me traen una considerable melancolía del futuro. Como Armstrong, como la cita que abre el último capítulo del gran libro de Ridley, pienso que el bebé aprenderá mucho más de lo que yo sabré jamás. What a wonderful world. Eso es lo que pienso, como una tierna pava panglossiana.

Sigue con salud
A.

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