Paco es el hijo de Amador, el del «Bar del Loco». Ayuda a sus padres en el negocio familiar cuando hace falta. Ahora mismo no está estudiando, tampoco acabó el instituto, y la constructora con la que trabajó hasta septiembre ya no tiene curro para él. Pido un bocata de tortilla de espárragos, una bolsita de papas y una caña, y nos ponemos a hablar del cerebro. Qué es.
«Me imagino que tiene que ser como una máquina con muchos circuitos», dice Paco. «Mogollón de circuitos». Me quedo a medio masticar.
«¡Dos solos y un carajillo de Terry!», le chilla su padre desde la máquina del tabaco. «¡Cargadito!»
«Tío», le digo a Paco, tragándome el bocado, «ve y estudia neurocirugía. Tienes futuro». Un chino jugando a la máquina tragaperras me ha oído y me mira en neutral, como pensándoselo él también.
«No jodas», responde Paco, enseñándome los dientes pero eludiendo mis ojos.
Pienso que una de las cualidades más importantes para cualquier científico es la capacidad de asumir automáticamente la solución más sencilla para cualquier problema. «Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem», dijo Occam, y nadie le hizo ni puto caso. A la gente le gusta demasiado complicar las cosas. Pronto sabremos hasta por qué.
Resulta que el cerebro es precisamente una máquina con mogollón de circuitos, fibras y sinapses, neuronas y hormonas, axones y dendritas, gránulos y vesículas, me pierdo, capaz de evocar, y hacernos imaginar, la existencia, el universo, el «yo». Cuando le digo esto a Paco, me mira de soslayo, muy serio.
«Cojonudo. ¿Ves? Eso me gustaría estudiarlo. Es como arreglar la moto, pero en grande».
Eso. Muy grande. Un día, con suerte, me imagino a Paco, bata blanca, gafitas pijas, diseñando circuitos lógicos usando neuronas que sirvan de enlace entre ordenadores y sistemas nerviosos para que los paralíticos «puedan controlar brazos robóticos o aprender a caminar de nuevo» una vez los electrodos se cicatricen.
«Para que puedan ir como una moto de nuevo», calcula Paco, sonriente. «Cojonudo». Casi lo escucho decir: «Se trata de una capa intermediaria de neuronas cultivadas in vitro creando un interfaz entre hombre y máquina». ¿Por qué no? Porque eso lo dijo Charles Stevens del Salk Institute en La Jolla, California. Pero, ¿por qué no Paco?
Pues porque Paco vive en una sociedad en la que esas cosas no tienen importancia, igual que él piensa de sí mismo. Se tendría que ir a La Jolla, o a Palo Alto, o a Bangalore. Pero claro, olvídate.
«¡Ese carajllo!» grita Amador. «¡Y cargadito, coño!»
Pero, ¿y si fuera posible eliminar memorias selectivamente y lograr que las personas, que sociedades enteras, se olvidaran que son inconsecuentes y se atreviesen a cambiarse a sí mismos y a cambiar el mundo entero?
«Paco», le digo, «te voy a aumentar los niveles de una proteína llamada α-CaMKII, por ejemplo, y mañana por la mañana te vas a despertar creyendo que puedes estudiar y ser lo que quieras ser». O quizás basta con darle un mando ultrasónico para que pueda crearse memorias artificiales él solito.
Naaa. Improbable. Demasiada libertad. ¿No te jode?
«Quiero ser neurocirujano», declara Paco, serio, como quien dice viva la revolución. «Mola cantidad».
«Yo también», dice el chino, ahora a mi lado, sobre un taburete, dándome con el codo. «Y ponme un pacharán con mucho hielo, Paco».
«Venga, ponme uno a mí también y hablemos del Aparato de Golgi», digo yo, como si fuera un neurocirujano. Ahhh, el milagro de Wiki. Y de la red en general. Ahora sólo falta que la sociedad espabile. La ignorancia mata.
Vicente Carbona – Critika memétika